lunes, 24 de febrero de 2025

En busca del divino RAFAEL

El cuadro LA TRANSFIGURACIÓN 

en la localidad palentina de  Autillo de Campos

 

Por José HERRERO VALLEJO

Llevaba tiempo merodeando en mi cabeza la impresión que me causó el encuentro con un gran cuadro, que había visto, casi de reojo, al asomarme curioso a una iglesia, que en aquel momento, al finalizar los actos religiosos del domingo, estaba cerrando sus puertas. Recuerdo que me llamó la atención su gran tamaño, pues ocupaba casi toda la pared en donde estaba colgado, y enmarcaba una magnifica pintura de tonos apagados que, seguramente, había perdido su policromía, de  reconocida apariencia para mí. Todo ello parecía, o tenía aspecto, de estar como poco cuidado o, incluso, abandonado, lo que parecía extraño, pues pensé que, tanto su porte como su imagen representaban, o habían representado, quizá en otros tiempos, algo extraordinario. Me pareció, todo ello, como acorralado, olvidado, pues se encontraba en un lugar, si no apropiado, poco representativo, no adecuado a su grandiosidad. 

Pasado el tiempo, me olvidé de este encuentro, pero con motivo de la visita a una exposición de pinturas, vino su  recuerdo a ocupar de nuevo mi pensamiento y me asaltaba a veces, por lo que me sentía incómodo e intrigado. Y, como la intriga produce curiosidad y a veces ansiedad y llega a ser hasta molesta, decidí tomar cartas en el asunto.

Aproveche un día en que mi amigo Antonio Lázaro, investigador y novelista, muy versado en arte, con gran gusto por la pintura, y muy afín por consiguiente a temas culturales, vino de improviso a verme, para proponerle visitar algo que seguro le iba a interesar, en un pueblo cercano, Autillo de Campos.

Aceptó encantado, y una mañana, por aquella carretera castellana, de paisaje desarbolado y descarada planicie, llegarnos hasta la misma puerta de la iglesia que queríamos visitar. Mientras mi amigo observaba con atención su hermosa y llamativa fachada, me acerqué a la casa de al lado para solicitar la presencia de la persona encargada de abrir y enseñar el templo. Acudi6 con una llave de grandes proporciones en sus manos, y con ordenados y aprendidos golpes de muñeca, consigui6 entreabrir aquel gran portón, herido de antigüedad.

Al acceder, una vez encendida la luz, observé  cómo  mi amigo se quedó como petrificado con la visión del cuadro que tenía encima  de  él, ante aquella grandiosa pintura. Sin duda, la conocía, la había visto en alguna ocasi6n en otros lugares; inquieto, se acercaba, se alejaba por un lado, por el otro, tratando de encontrar un no sé que, una aclaración

-Mire, señor, se adelantó nuestra guía, este cuadro lleva aquí, en esta iglesia, cerca de quinientos años y lo trajo aquí un hijo del pueblo, muy importante, que se llamaba don Francisco Reinoso y que fue obispo de Córdoba. Representa la Transfiguración del Señor  y dicen que su autor fue un famoso pintor italiano, llamado Rafael, y es propiedad de esta iglesia. Aquí vienen muchas personas forasteras, interesadas en conocer esta iglesia, y se fijan  mucho en este cuadro, que  llama mucho su atención, me  hacen preguntas, y a algunos les he escuchado comentar su sorpresa acerca de él. Yo les digo que no se conoce nada más, pues dicen que no se encuentra reconocido ni documentado.

Como el tema estaba tenso, y no daba más de sí, invité a mi amigo a salir, prometiéndole que lo hablaríamos más tarde.

Al día siguiente, sentados, en la tranquilidad de una tarde de verano terracampino, a la sombra, en mi pequeño  jardín, y advi1tiendole de que la explicación  iba para largo, y de que, además, en un principio le podía parecer corno alejada de la realidad, comencé por hablarle de una antigua iglesia, situada en lo alto de una colina de la ciudad de Roma, ancestral lugar de ejecución de reos, en la que la tradici6n cristiana había situado, ya en tiempos remotos, el punto donde el apóstol San Pedro fue crucificado. Por ello, este  lugar se conoce  popularmente con el nombre de San Pedro in Montorio (en el Monte Aureus)

Esta iglesia, continué, edificada en la antigüedad, con el tiempo se fue deteriorando, y aquí entra en acción un personaje portugués llamado Amadeo de Silva (1420-1482), de noble cuna, emparentado con las familias reales de Portugal y Castilla, que  en su juventud mantuvo relaci6n con la corte del rey Juan II de Castilla. Más tarde, por su comportamiento religioso ejemplar, en 1459, fue ordenado sacerdote y, con espíritu  reformador, entró a formar parte  de la Orden de Hermanos Menores Franciscanos. Recibió el apoyo del Papa Sixto 1V, también franciscano, quien, conociendo su espíritu fundacional y expansionista, le favoreció con la donación, en 1472, de la deteriorada iglesia en el Janículo,  para favorecer sus fines, y donde fund6 una comunidad de franciscanos mendicantes.

Deseaba el Beato Fray Amadeo da Silva, que aquel templo se reparase y se hiciera además un convento para religiosos de la orden, al tiempo que los Reyes Católicos le comunicaron que deseaban que, "con sus ruegos y oraciones, les alcanzase, de Nuestro Señor, el consuelo de darles un hijo". Existía en la corte una cierta preocupación por la falta, en su descendencia, de un varón heredero de la corona, pues sus primeros vástagos habían sido cinco hembras. "Respondioles el Beato Amadeo que ofreciesen el rehacer la iglesia de San Pedro in Montorio de Roma y un convento de nuestra Orden, y que tuviesen por cierto, que nuestro Señor les consolaría". Con esta respuesta, que para los Reyes fue oráculo, tuvo lugar el nacimiento, en Sevilla, el 30 de junio del año 1497, el tan deseado príncipe heredero, Juan de Castilla y Aragón, coincidiendo con la festividad de San Pedro Mártir.

El encargado de la administración de estos fondos, para cumplir el deseo de los Reyes, sería el cardenal Carvajal, embajador de los Reyes Católicos ante la curia romana, quien encargó el trabajo al famoso arquitecto Donato Bramante, que inició  en 1502   la construcción del llamado templete, conocido hoy como de Bramante, edificación de planta circular, de estilo clásico, considerado como uno de los edificios más armoniosos del Renacimiento. La construcción de esta peculiar y llamativa iglesia, fue finalizada hacia 1519 y dotada con numerosas capillas y celdas del convento, donde vivirían frailes francisanos españoles.

Llegado aquí, le  propuse a mi amigo  tener un descanso, que no aceptó, pues permanecía ansioso y expectante, así que continué hablándole de un personaje que ocupa un lugar muy preferente en esta historia.

 Julio de Medici, era, en el año 1517, cardenal de la Curia Romana, al que se le había concedido el  legado  arzobispal de la ciudad francesa de Narbona. Para engalanar su catedral, encargó dos pinturas en 1517 a dos pintores famosos de la época. Uno de ellos era Rafael Sanzio, de gran prestigio artístico, pues su arte era solicitado por los principales mecenas de la época. Fue el pintor favorito de! Papa León X, quien le encargó  los frescos y pinturas de las estancias vaticanas. El tema pictórico elegido se denominó  la Transfiguración del Señor, considerado más tarde como  el cuadro de altar más ambicioso de Rafael, de extraordinaria belleza.

La otra pintura, se denominó  la Resurrección de Lázaro, obra  de Sebastiano de Piombo,  pintor de Venecia, también famoso en la época, afincado en Roma, que mantenía con Rafael una cierta rivalidad profesional, quizá deliberadamente buscado para que de  esa competición surgiera un esmero para conseguir un mayor esfuerzo pict6rico. Este  cuadro se encuentra hoy en la National Gallery de Landres.

Rafael Sanzio, como hemos dicho, autor del cuadro de la Transfiguración de! Señor, falleció en abril de 1520, a los 38 años de edad. Fue enterrado en el famoso Panteón, templo romano orgullo de Roma. Los discípulos colocaron en la cabecera de su catafalco su último e  inacabado cuadro  de la Transfiguración, y el Papa León X ordenó que se celebrasen por su artista favorito, esplendidos funerales, nunca antes concedidos a un artista, a los que asistió toda Roma,.

Este cardenal, Julio de Medici, fue elegido más tarde papa, con el nombre de Clemente VII, y gobernó  la Iglesia de 1523 a 1534. Decidió  no enviar el cuadro de la Transfiguración de Rafael a la catedral de Narbona, y con la autoridad papal que le concedía su cargo, en 1523, lo instaló en el altar mayor de la iglesia del rey Fernando el Católico, San Pietro in Montorio, regentada por frailes franciscanos españoles.

Al llegar a este punto de la explicación propuse a Antonio una nueva pausa, que creí necesaria para concretar y resaltar  lo que habíamos hablado con  anterioridad:   el cuadro de la Transfiguración de Rafael, el cardenal Julio de Medici que  le encargo la pintura y, especialmente, su destino en la iglesia de San Pietro in Montorio,  regentada por frailes franciscanos,  recalqué.

Terminado este recordatorio,  advertí que, a partir de ahora,  entraba en nuestra historia un nuevo personaje que yo consideraba como el protagonista de todo  lo que  llevábamos hablando, un prelado de la iglesia cuyo conocimiento era para nosotros esencial ya que estaba directamente relacionado con el cuadro de la Transfiguración, que perseguimos..

  La historia de este prelado es muy oscura, está poco documentada, pues solamente existe de él una única obra  biográfica VIDA DEL ILUSTRISSIMO SR. D. FRANCISCO DE REYNOSO, de Fray Gregorio de Alfaro, publicada en Valladolid en 1617, 16 años  después de su muerte, de la que con seguridad disfrutaron los lectores de aquellas épocas, pero que el paso del tiempo olvidó para las generaciones venideras.

Sin embargo, don Francisco Reinoso no cayó del todo en el olvido, pues en el año 1940, seis siglos más tarde,  Joaquín  de Entrambasaguas,  conocido escritor y crítico  literario, publicó  LA VIDA EJEMPLAR DE DON FRANCISCO DE REINOSO  (Ediciones Cumbre, Valladolid, 1940), con         notas personales adicionales,  pero conservando en términos generales los textos originales de la  única biografía anterior existente, y, dice, "lo hago con la finalidad de que conozcan los lectores actuales a don Francisco Reinoso, que se divulgue su obra, y permanezca en el recuerdo la vida de prelado  tan ejemplar". Y de  hecho, así  ha sido, pues nosotros y otros muchos, agradecemos hoy esta nueva oportunidad que nos brinda un autor del siglo XX.

Su lectura facilita el trabajo de investigación, pues nos acerca al conocimiento de la personalidad  del obispo Reinoso, y especialmente en la línea pictórica que perseguimos, que claramente se recoge, de  esta manera, en su biografía " porque tenía Don Francisco particular afición a la pintura y en ella muy buen voto". "Y no contentándose con las tablas que le trajeron de Italia del Ticiano y de otros valientes pintores" ..."Tiziano su favorito ".

Quizás,  aprovechando  la oportunidad  de los nuevos conocimientos que ofrece esta publicación de 1940, cercana a nosotros, irrumpe en la escena que tratamos un escritor palentino, atraído, suponemos, por la curiosidad que produce la intriga, aunque en este caso se trata de un profesional entendido en la materia, cuya intenci6n final, en esta publicaci6n, no conocemos, quizá  traer a la actualidad los aspectos pictóricos de este prelado, que permanecían  anclados en el pasado.

Gregorio de Andrés, doctor en Filosofía y catedrático de Filología Latina y Paleografía Griega, conocido investigador en diferentes campos culturales, en su triple vertiente de eclesiástico, conocedor del arte pictórico y palentino, publicó, en 1966 una monografía titulada "Perfil artístico del palentino Francisco de Reinoso, obispo de Córdoba".  Para empezar y ambientar su lectura, comienza este autor aludiendo a la riqueza en obras de arte pictóricas que tiene lugar en España durante los siglos XVI  y  XVll,  procedentes de coleccionistas aficionados, dotados de medios económicos de adquisici6n, y citando a varios, entre ellos el rey Felipe II y otros grandes de España.

Sigue el autor comentando que, entre  los coleccionistas menores, destaca la figura de un noble castellano de la Tierra de Campos (Palencia), que aportó de Italia notables obras de arte, principalmente pinturas. Este singular personaje se llamaba Francisco de Reinoso, descendiente de los Reinosos, cuyo noble y longevo solar tenían en la villa de Autillo de Campos, en la provincia de Palencia, en donde nació el 4 de octubre de 1534. Hijo de los señores del lugar, Jerónimo Reinoso y Juana de Baeza, era el cuarto de once hermanos. Acabados sus estudios de humanidades, le enviaron sus padres a Salamanca, en donde estudió  artes y teología, obteniendo el grado correspondiente de esta celebre institución universitaria. Retornó a su pueblo, pero al no encontrar posibilidad  de medrar y encumbrarse, decidió marchar en 1562, con 28 años cumplidos, a Roma, en donde sufrió necesidades y penalidades.

Quizá, ya  aquí  comenzamos nosotros a vislumbrar la personalidad ambiciosa de este joven, que no se conforma con su pueblo, con Palencia ni Salamanca, quiere más, quiere Roma, el centro del poder del mundo católico, sin importarle las posibles dificultades de comienzo. Con sentimiento de pobreza, y orgullo de un pasado familiar glorioso, haciendo uso de sí mismo y con la fortuna de su mano, entra a servir en la casa de un cardenal, Antonio Michele Ghisteri, quien dos años más tarde, en 1566, recibe el nombramiento de Papa, Sumo Pontífice de la Iglesia, con el nombre de Pio V.

Reinoso no solo continua en su puesto de trabajo, sino que con el tiempo logró ganar la confianza y voluntad de este prelado, de tal modo que se le conceden cargos de máxima confianza personal, tales como camarero del secreto y maestresala mayor de su santidad, y especialmente en lo referente a la Dataría, Tribunal de la Curia cardenalicia romana, donde se despachan  nombramientos, previsiones de beneficios, pensiones y dispensas matrimoniales. Dice su biógrafo: "Pues era tan grande la mano que tenía en Roma y especialmente en la Dataría que no se hacía previsión alguna sin consultarlo primero con él y a su disposición y orden". Se le concedieron también nombramientos honoríficos, como el de caballero cubiculario, antigua congregación de la alta nobleza castellana, asentada en Zamora capital, que frecuentaban reyes y casas ducales con grandeza de España.

Noté que Antonio se removía en la silla, pero apremié y proseguí mi relato. Fue recompensado también con numerosas prebendas económicas de origen eclesiástico, que le permitieron mantener generosidad, en especial con los españoles que había entonces en Roma, y con otros ilustres, a las que Reinoso siempre estuvo dispuesto a favorecer, mientras gozó de su enorme influencia ante Pio V.

Y aquí, Antonio, viene lo más  importante de nuestra  historia. Tras la muerte de su benefactor, en 1572, Reinoso decidió retornar a su tierra y en una espectacular caravana, cargada de riquezas, acompañado de amigos y criados, a través de Francia, llegó a Palencia en octubre de 1573, once años después de su salida de España. Llegó de aquí "pobre y desnudo”, como dice Alfaro, "el que había vestido y enriquecido a muchos ".

Gregorio de Andrés trata de valorar, en su trabajo, las obras pictóricas de relieve que aparecen en Palencia a la vuelta de Reinoso, en una larga labor de investigación detectivesca, exponiendo de esta forma la gran riqueza pictórica que disfruta Palencia, debido a la especial sensibilidad de don Francisco hacia las obras de arte y su amor a Palencia.

El cuadro más valioso que ornamentaba su mansión palentina, era el Martirio de San Sebastián, firmado en griego por Dominicus Theotocopulos, el Greco, que Reinoso  trajo de Roma en 1572. En opinión de Gregorio, este cuadro tan hermoso no fue pintado en España, sino en Roma, antes de 1574, en la época romana de este artista. Lo firmó con letras mayúsculas, costumbre que adoptó, en general, tanto en Venecia coma en Roma; al llegar a España, firma sus pinturas con letra minúscula. Hoy se encuentra expuesto en el museo de la Catedral de Palencia.  Caso similar, en lo que respecta a la firma de sus cuadros, sucede en la pintura de la Magdalena Penitente, otro Greco que poseyó  Reinoso y que mantuvo en su alcoba, firmado con letras  mayúsculas. Era la pintura hermosa, brazos y pechos descubiertos, pero considerándolo un tanto escandaloso por su desnudez, así lo cuenta su biógrafo, fue retirado por la familia cuando residía en Córdoba. Hoy se muestra en el Worcester Museum de Massachusetts.

Procedente de Reinoso es, sin duda, el magnífico retrato de San Pio V, que se exhibe en el Ayuntamiento de Palencia: en un marco esplendido, de pie el Pontífice, con rica capa pluvial, atribuido al famoso artista italiano Arcangelo Leonardo Salimbeni, que sin duda fue un obsequio de este papa a su fiel camarero "del secreto".

Ignoramos, dice Gregorio de Andrés, de quien adquirió  don Francisco Reinoso una magnifica pintura sobre  tabla, de extraordinaria calidad y belleza, atribuida al pintor flamenco Jan van Eyck, conocida bajo el nombre "La Fuente de la gracia y el triunfo de la Iglesia sobre la Sinagoga" o simplemente "La Fontana", que después de  la muerte de Reinoso   estuvo expuesta en la capilla de San Jerónimo en la catedral de Palencia y fue requisada por el ejército francés  el 5 de mayo de 1808, durante la invasión francesa. Hoy se encuentra en el Alten Memorial Alt Museum de Oberlin en Ohio, de USA.

Sigue Gregorio en su alocución  señalando que Alfaro, su biógrafo, "nos dice que Reinoso trajo de Italia pinturas de Tiziano", pero que no cree que fueran originales.

Llegado a este punto, al amigo Antonio le pareció que el relato tocaba a su fin, y un poco sorprendido, me dijo: "Y nuestro cuadro, ¿ qué pasa con él? Tú y yo, en épocas distintas, lo hemos visitado en Roma, en el Vaticano, otro igual al que hemos visto en Autillo; incluso ya sabes que llegamos a confrontar sus medidas y son en ambos casos iguales, 405 cm. de alto por 279 cm. de ancho, y las figuras que se representan, son en su disposici6n, en los dos casos, de semejanza absoluta."

Tenía razón: "Todo es un tanto extraño", decía Antonio, algo intrigado, "¿por qué Gregorio de Andrés no habla de nuestro cuadro, el de Autillo? Su monografía está dirigida a conocer las pinturas adquiridas por Reinoso, pero, de esta "nuestra", no hace menci6n, es como si no existiera, a pesar de su vistosidad y tamaño, y estar expuesta en la iglesia que el propio Reinoso construyó para su pueblo."

-Antonio, le dije yo-, tal vez se puede pensar que esta monografía tiene otras intenciones que nosotros no llegamos a vislumbrar; a lo mejor intenta, de esta forma, ayudar a despejar de oscuridad la vida de nuestro obispo y animar a  atraer a otros curiosos colaboradores para que aporten nuevos conocimientos: fíjate lo que hemos aprendido nosotros con lo de Entrambasaguas y también ahora con esto de Gregorio.

Ya, más distendidos, le decía:

-Yo creo, Antonio, que nuestro hombre estuvo dotado por la naturaleza de gran sabiduría e inteligencia, más allá  de lo que pudo  aprender en Salamanca, pues si no hubiera sido así, no se comprende cómo un muchacho de 28 años, procedente de las áridas tierras castellanas, pudo en poco tiempo, en apenas 10  años, ganar la propia voluntad de todo un papa y no solo eso, dice Alfaro en su biografía que en una conversación que mantenía con el embajador de España, le dijo: "Señor don Francisco, su amo le quiere acrecentar con una merced muy señalada". "El secretario de la Curia le mostró  su nombre en la fila de los Cardenales que se habían señalado para su nombramiento en la próxima Tépora". Pero aquí Reinoso no tuvo suerte, pues su benefactor falleció unos días antes.

Aprendió Reinoso los modales y maneras al uso de los embajadores y, ya desde Palencia, visitó al rey Felipe II, que le ofreció en aquella entrevista la embajada de España en Venecia, que rehusó. En otra ocasión, fue el propio rey Felipe II el que le visitó en su residencia de la abadía de Husillos, pequeño  pueblo de la provincia de Palencia, donde era abad Reinoso, solicitándole la reliquia de un pie de San Lorenzo,  mártir del siglo II, para el monasterio de San Lorenzo del Escorial. A lo que accedió  Reinoso, que fue invitado a visitar las pinturas de este Monasterio, ofreciéndole entonces el monarca el obispado de Córdoba.

-Bueno, Antonio- le dije a mi amigo-, ya está bien, esto parece una nueva biografía, pero espera un poco, que las sorpresas siempre se cuentan al final.

Marcial de Castro Sánchez nos dice: "Yo soy natural, como lo fue don Francisco de Reinoso de la palentina villa de Autillo de Campos y fui bautizado en la misma iglesia que mandara edificar nuestro prelado". Así lo cuenta este profesor, licenciado en Historia por la Universidad de Valladolid, en el libro VIDA DE DON FRANCISCO DE REINOSO, en el año 2001, acompañado de un cuidado facsímil, reedición de la primitiva biografía de Fray Alfaro de 1617, editado ahora por la Institución Tello Téllez de Meneses y la Diputaci6n de Palencia, con motivo de la celebración del cuatrocientos centenario de la muerte de don Francisco de Reinoso en la ciudad de Córdoba.

Nos cuenta el profesor palentino que él, por su pasión hacia el personaje y el amor a su pueblo, ha promovido personalmente este homenaje, realizando un arduo trabajo de investigación, con la valiosa colaboración de personas relacionadas con el pueblo, encargados de registros y archiveros, bibliotecarios y responsables de museos, sobre revisiones de actas y manuscritos, con miembros del cabildo y diócesis palentina, para aportar en su libro algo más a lo ya antes conocido.

 -¡Antonio!- le dije alterado e incluso nervioso- Este libro es magnífico, mucho más que interesante  para nosotros, seguro que contiene  información de desconocemos, mira, nada más empezar, dice  aquí: "tenía una valiosa y selecta colección particular de pintura, ciertamente las joyas de su pinacoteca fueron los dos cuadros que adquirió de Tiziano y de su hijo Horacio Vecello, con las temas del  arca de Noé y de Moisés, hoy desaparecidos, que adquirió  en 1573 a su paso por Venecia camino de retorno a Palencia, por el valor de trescientos escudos de oro." Vaya, ya sabemos más. Mira, mira, lo que dice aquí: "En cuanto estuvo cubierta la capilla mayor, don Francisco encargó  la construcción de su   retablo . .. debería  ser de madera de pino . .. con unas dimensiones de 4 pies de alto (12,88 metros) por 34 de ancho (9,52 metros) ... en la calle del medio del retablo iría un tablero donde estaba pintada una obra de la Transfiguración, propiedad de Don Francisco... que ambos trabajadores deberían tener finalizado el retablo para el San Juan de junio del año 1597."

Continué leyendo: "En la actualidad, no queda nada de este primitivo retablo, que por la descripción, era del estilo artístico imperante en ese momento, el herreriano, ya que fue sustituido en 1732 por otro de estilo barroco. Solo se conservan las tablas, con la escena de la Transfiguraci6n, copia cuyo original es del pintor Rafael Sanzio, que en la actualidad la podemos ver justo a la entrada del templo. Cuando se desbarató el antiguo retablo mayor en el siglo XVlll, este cuadro se trasladó a la hoy desaparecida iglesia de Santa María, y sabemos que esta iglesia amenazaba ruina a finales de este mismo siglo, desde donde se debió de trasladar de nuevo a su templo original, aunque se ignora la fecha, ya que no consta en los libros de fábrica de la parroquia."

Bueno, Antonio, al fin hemos encontrado el cuadro. Está aquí, en donde estaba, donde quiso  don Francisco Reynoso que estuviera, en la  Iglesia de Santa Eufemia de su pueblo natal, Autillo de Campos.

Nos despedimos, casi ya noche: habíamos estrechado todavía más nuestra amistad. Varios días después, me envió  un escrito, que transcribo a continuación. En él había recreado, como escritor que es, en clave literaria nuestra aventura, esa exploración en el tiempo y el espacio a partir de la última obra maestra del gran Rafael; en torno a un alto  clérigo y coleccionista palentino trasladado a Roma y a uno de los mayores pintores del Renacimiento y de todos los tiempos y su magno testamento pictórico, el cuadro La Transfiguración. Antonio Lázaro cree que, no pocas veces, la literatura nos ayuda a desvelar las verdades que subyacen a los misterios de la Historia.

 

El cuadro  La Transfiguración supuestamente original de los Museos Vaticanos

      

Interior de San Pietro.  Hasta 1797, lA Transfiguración, copia vaticana,  presidió su altar mayor.


Templete de Bramante en San Pietro in Montorio


                            
Sepulcro del pintor Rafael Sanzio en el Capitolio romano

                      

EL SECRETO MEJOR GUARDADO

LA TRANSFIGURACUÓN  DE  AUTILLO DE CAMPOS

 

Antonio LÁZARO

Francisco de Reinoso alzó su copa de amontillado y bebió de ella mientras advertía que el crepúsculo empezaba a caer sobre Córdoba, al otro lado del gran ventanal de su despacho en el palacio episcopal. A sus sesenta y tantos, se  permitía ya pocos placeres mundanos pero esa copa crepuscular era de los pocos a los que había decidido no renunciar. La austeridad dominaba en su entorno inmediato, fuera claro de las maravillas islámicas de la Seo, lujosas en su misma esencia, en su mera arquitectura, más allá de las oleadas ascéticas y puritanas que había experimentado en el seno de su propia religión. Tras los años de opulencia, en que había tratado de revivir en Palencia y en su abadía de Husillos el lujo de Roma con el que había convivido en su época de secretario y camarero mayor del papa Pio V, se había visto obligado a vender tapices, vajillas de plata, alfombras y otros bienes de su propiedad tanto por razones económicas, destinando lo recaudado a obras de caridad, como para poner fin a una fase de su vida ciertamente mundana en exceso, clamorosamente inapropiada para un príncipe de la Iglesia hombre de Dios. Conocía bien lo efímero de todo lo humano y no lamentaba el paso de ascetismo que había dado. En cierto modo, era consciente de la contradicción  existente entre su vida de lujos y sus convicciones morales, que (pese a ello) siempre habrían incluido la práctica de la limosna. Sin embargo, demorarse en evocar aquella vida y aquellos lujos pasados le seguía complaciendo a ratos. Era algo similar a las coplas del Ubi sunt del gran Jorge Manrique: qué se hizo de todos aquellos placeres, de toda aquella belleza. Y como el áureo vino meridional que paladeaba, no contemplaba renunciar a esas moderadas dosis de placer.

Su palacio de Palencia, el mejor (decían) de la ciudad, a un suspiro de la catedral, se había hecho famoso en toda España por el lujo de su ornamentación, un digno trasunto de las residencias de los altos dignatarios eclesiásticos de Roma, a los que había frecuentado y sobre los que, en buena medida, había mandado durante los seis años de pontificado del Cardenal Ghilieri, el Papa Pio V. La mitología y el esplendor de sus tapices habían eclipsado y enmudecido los rumores y consejas acerca de sus pobres hermanas monjas, tildadas de luteranas y encausadas por la Inquisición en 1559, antes de su paso (huida, tal vez) a Roma, con ocasi6n del sonado proceso de Cazalla y los alumbrados.

Desde 1572, a su regreso de Roma a la muerte del Papa, en que babia decidido instalarse en la capital de su Tierra de Campos, en Palencia, asumiendo la abadía de Husillos, otra clase de murmuraciones habían circulado sobre él y su palacio: estas nuevas, acerca de supuestas orgias, lupanares y contubernios en su casa palacio en tomo al juego, con pérdidas millonarias de ingentes ducados y de cuantiosos patrimonios. Por eso, en los ratos de tregua que le permitía su obispado de Córdoba, que no eran muchos, el obispo Reinoso recordaba aquellos doce años de exuberancia y excesos. Su etapa palentina había sido un modo de desquitarse de la santa pobreza en que había vivido junta al Papa, mientras que sus inmediatos subordinados podían hacer ostentación de lujo y placeres en sus deslumbrantes palacios y sus  anaglíficos  jardines.

Otra afición suya a la que nunca sabría renunciar era la pintura. Pero no podría hacer tampoco ostentación  de ella. Por eso conservaba con la mayor de las discreciones y reservas sus tres piezas favoritas: el Martirio de San Sebastián y la Magdalena Penitente, dos cuadros de El Greco, artista al que pudo tratar bastante en Roma, y La Fuente de la Gracia, de Van Eyck. A la hora del crepúsculo, en ese  preciso instante, las tres joyas de su colección eran desplegadas ante sus ojos y allí  él se recreaba en ellas con una mezcla de concupiscencia y de ascetisrno que, sin duda, le resultaría un tanto difícil  explicar pero que experimentaba plenamente, en cuerpo y alma. La Magdalena, con esa sensualidad de su largo y blanco cuello y de su níveo brazo desnudo sabre el morado de los pliegues de su capa y el cárdeno e incierto fondo crepuscular, alcanzaba el privilegio de decorar su dormitorio y de acompañarle cada noche en su ingreso a las reinos de Morfeo. No obstante, junta al griego trasladado a Castilla y al flamenco, sus pintores favoritos eran Tiziano, al que visitó en Venecia y del que solo pudo conseguir algunas copias, y Rafael Sanzio, el divino Rafael, muerto 14 años antes de nacer él y autor de una obra magnífica, imperecedera, inimitable (o quizá, no tanto).

 

Sus años vaticanos le habían  mostrado  la gran verdad operativa de la disimulación. A menudo, para que aquella prevaleciera, era preciso disimularla, celarla, ocultarla detrás de visillos y hasta de espesos cortinajes. De otro modo, sin su práctica, jamás habría podido no solo medrar en el laberinto vaticano, ni siquiera sobrevivir en un puesto digno, aunque modesto, dentro de su competitiva estructura, ni mucho menos en el rango que había ocupado durante una década: el puesto de mayor poder fáctico dentro de la jerarquía vaticana. Es por ello por lo que había decidido aplicar una estrategia de disimulación a su irrefrenable pasión por la pintura y el coleccionismo.

 

Una de las obras de la que más orgulloso se sentía era la reedificación de la iglesia de su pueblo natal, Autillo de Campos; en realidad, en la práctica, la fábrica de una nueva e imponente iglesia, digna de un descendiente de los ancestrales señores de Autillo, el lugar en que fuera entronizado el Rey Santo, Fernando III. Cierto que quizá la posteridad lo recordaría a él más por la cátedra de artes y teología que había fundado en Palencia, a su costa y con buena parte de su biblioteca, por tratarse de la capital y no de un pueblo remoto, adormecido en sus glorias pasadas, en el corazón de la Tierra de Campos. Pero él siempre quiso para el gran templo que quiso alzar y alzó en su pueblo natal una pintura de altar egregia, excepcional. Y a ello había dedicado el mayor de los desvelos.

 

El Cardenal Julio de Médicis, más de medio siglo atrás, había encargado al gran Rafael Sanzio una pintura de altar para la Catedral de Narbona. El maestro acometió la que sería su última obra: La Transfiguración de Jesús, quizá la más ambiciosa de todas las suyas. Tuvo la genialidad de proponer dos planos: en el superior, la escena de la Transfiguración en la cumbre del monte Tabor, con Cristo levitando junto a Elías y Moisés y bajo ellos, los apóstoles, totalmente estuporosos. Tanto que Pedro le llegó a ofrecer a Jesús hacer tres enramadas para que pernoctara junto a los dos profetas de la visión. En el lado izquierdo, dos figurillas de los santos Justo y Pastor, incorporadas a causa del destino inicial del cuadro para Narbona, que había acogido las reliquias de los pequeños mártires y de la que eran patronos, rompía un tanto, a su parecer, el equilibrio de la parte aérea de la tabla. Y en los dos tercios inferiores de la misma, otra escena evangélica: la curación del niño endemoniado. Lo de arriba: celeste, etéreo, luminoso y azulenco. Lo de abajo, abigarrado, caótico, demasiado humano, claroscuro, apenas estilizado por la gentil centralidad de la figura femenina.

 

La muerte de Rafael dejó inacabada la obra en algunos detalles, que de todos modos, incluso vivo, habrían rematado los artífices de su taller. Pero el Medicis retuvo en Roma la obra y desistió de enviarla a Narbona, sin duda advirtiendo su singularidad y magnificencia. Y la donó a la iglesia del convento de San Pietro in Montorio, o de San Pedro en Monte de Oro, a la sazón convento de franciscanos españoles, con los que Reinoso, décadas más tarde, tendría fluido acceso y gran trato y a los que, desde su encumbrada posición, apoyó en todo cuanto le fue requerido. Tras esta donación incomparable, San Pedro reunía dos joyas magníficas: el Templete o Tempietto de Bramante y el cuadro de La Transfiguración, de Rafael Sanzio, obra cumbre y testamento pictórico de su genio.

Tal era la belleza y la magia del cuadro que pronto suscitó copias (o acaso, cabría llamarlas réplicas), procedentes del afamado Taller de Sanzio. La autoría del maestro estaba fundamentalmente en los bocetos previos; a menudo ni siquiera intervenía en la ejecución. Se sabe que en la Transfiguración, su magna obra final, intervino Giulio Romano sustantivamente.  Con la mente puesta en la futura iglesia de Autillo, que se proponía reconstruir, Reynoso decidió que esa gran pintura debía presidir su retablo.. Pero una copia, íntimamente, no le satisfacía: no estaría a la altura de su magno empeño constructivo. Restablecer la grandeza de sus antepasados, los Señores de Autillo, demandaba un cuadro de altar mayor original, a la altura de la magnificencia del templo. Francisco de Reinoso consideraba que esta intricada gesti6n había sido su obra maestra en relaci6n con la pintura.

La comitiva desde Roma fue admirable, conteniendo el original de La Transfiguración del monte Tabor. En el convento de franciscanos españoles, alzado sobre la colina en que la tradición situaba el martirio de Pedro, en el monte dorado, había desplegado innumerables y discretísimas gestiones, con exitosa resolución final. Tan buena era la réplica, procedente del taller rafaelesco, operativo hasta 1528, que nadie cuestionó el trueque. Sus compatriotas del convento le debían no pocos favores y prebendas y no era fácil que nadie pudiera apercibirse de lo sucedido.

Entre 1572, fecha de su regreso a España, y 1598, en que se cuelga el cuadro en el retablo de la magnífica iglesia de su pueblo natal, pudo disfrutar en privado y exclusiva de la contemplación de ese cuadro, que escondía y mostraba el camino de ida y vuelta, de ascensión y descenso, entre lo físico o material y lo celeste y espiritual. A través del personaje del niño endemoniado, con un brazo apuntando al cielo y el otro a la tierra, que nos engendró y nos aguarda. Jesús curará al niño y lo liberará del demonio que lo tiraniza cuando baje del monte Tabor. Y a todos nos redimirá colgado en la Cruz.

Ese mensaje consolador, redentor, liberador, maravillosamente pintado por el genial artista de Urbino, lo puso al alcance de todos en un rincón castellano, en la iglesia de Santa Eufemia de Autillo, en el corazón de la Tierra de Campos palentina.

Reinoso apuró su copa. No, no consideraba en absoluto un pecado haber sido capaz de trasladar la belleza en su máxima expresi6n, aunque fuera encubierta, hasta su villa natal. Eso no era algo que formase parte de su repertorio penitencial. Nunca lo sería: muy al contrario, se sentía hasta cierto punto orgulloso de poder haber contribuido a la apasionante historia de las atribuciones erróneas o, cuando menos, discutibles. El gran Rafael sería leyenda, aún más leyenda de la que por sí era.

 (A mi amigo y gran guía en el conocimiento de Tierra de Campos, el doctor José Herrero Vallejo. Texto inicialmente compuesto en septiembre/octubre de 2021, actualizado en Febrero de 2025.)

         

                                                                                                                                                       

UNA AVENTURA POR LOS LLANOS PALENTINOS

EL MISTERIO DEL RAFAEL DE AUTILLO

 

ANTONIO LÁZARO

Cuando mi gran amigo y compañero del circulo  manriqueño que compartimos en Madrid, el doctor José Herrero Vallejo, me invitó a pasar unos días en su casa de Paredes de Nava, en el verano de 2021, el objetivo estaba primordialmente vinculado a Jorge Manrique y sus Coplas: conocer  mejor su solar genético, Tierra de Campos, como ambientación para la novela que en aquellos meses escribía yo sobre las misterios de la muerte del poeta, y de su vida y, al tiempo, como posible arranque de un proyecto de ensayo de la biografía viajera del poeta, que se plasmó en el libro de 2023, La Gran Ruta lnterautonómica de Jorge Manrique, editado por la Diputación de Palencia. Un libro, que surgió de aquel grato encuentro, y en cuya ideación y realización tan decisiva fue la aportaci6n de José Herrero.

José Herrero, tras una destacada carrera como neurocirujano, vive unos años de constante estudio, investigación y promoción de asuntos palentinos, más allá de todo localismo pero con un gran sentido del arraigo. Desde la Casa de Palencia en Madrid, con su  visitadísimo blog Ocres Palentinos, auspiciando y fomentando las excavaciones de la ciudad hispanorromana de lntercatia, "la Ciudad", recuperando la extraordinaria vigencia de Jorge Manrique, poeta que encabeza nuestra lírica y que, más allá de su no documentado lugar de nacimiento, tiene su árbol genealógico y buena parte de su infancia y de su trayectoria vinculadas a esa mágica llanura terracampina.

Pero entre Manrique y Manrique, algo bullía en la inquieta mente del doctor Herrero. Un día quiso que fuéramos a Autillo de Campos, un pequeño pueblo de gran pasado, vinculado al arranque de la monarquía castellana, con una enorme iglesia parroquial. Este era nuestro destino. Y el alfa y la omega de una investigación apasionante y de una prodigiosa aventura.

Traspuesto el umbral del desmesurado templo, como arrinconado en la umbría del lado derecho, a una altura superior al eje de la mirada, un enorme cuadro representaba un tema bien poco frecuentado por la pintura española y occidental: la Transfiguración.

Un cuadro que marca, sin embargo, la cima pictórica renacentista, en la magna pintura que sobre él ideó  y plasma  Rafael Sanzio,  y que anticipa, además, el manierismo y el barroco: la pintura moderna en una palabra.

El doctor Herrero, gran conocedor del alma humana, sanador de mentes y de almas, no me atiborró de datos sobre la misteriosa historia del cuadro, datos que él ya había consultado y trataba de organizar.

Solo planteó la cuesti6n del por qué de ese cuadro, en aquel remoto pueblo y en aquel rincón, desubicado de su natural destino pues, a la vista saltaba, que se trataba de un cuadro de altar.

A partir de aquel mágico instante, me convertí en un Watson apasionado de esa aventura de Holmes-Herrero, en su fiel cronista y compañero de pesquisas. En contra de lo que inicialmente parecía, la relación entre las Coplas y La Transfiguración es real, existe, y no es casual su encuentro en mitad de los páramos terracampinos.

Supe pronto del obispo Reynoso, a través de la biografía reeditada y estudiada par Entrambasaguas en la década de las 40: que  había sido el eclesiástico más poderoso de Roma junto al Papa y que sería más tarde obispo de Córdoba; hijo de Autillo, cultivado y coleccionista, regresó de Roma con una caravana cargada de arte y antigüedades, y con la resolución de reedificar la iglesia de su lugar natal. Es reduccionista y simplificadora la idea de que ocupamos Italia para traernos el soneto, la perspectiva y el color. Acogimos aquí a gentes incomprendidas allí, el Greco, introdujimos allí el misticismo reformador (Juan de Valdes) e irradiamos la mejor literatura, desde La Celestina al Quijote, pasando por la picaresca. De hecho, las Coplas de Manrique han tenido varias traducciones y valiosas exegesis en la cultura italiana, quizá donde más. De hecho, San Pietro in Montorio, lugar clave o alfa de la peripecia pictórica de La Transfiguración (al menos, en el periodo 1520-1572), fue iglesia española y une los nombres de Bramante y de Rafael, arquitectos sucesivos del Vaticano, a través de la joya del templo anexo del primero  y de la obra maestra terminal de Sanzio.

Pero es cierto que la caravana de Reynoso, atravesando los s Pirineos, permite visualizar el tópico antedicho.

Centrándonos en el cuadro, incorpora dos escenas que aparecen concatenadas, pero en principio ajenas, en los Evangelios: el celestial encuentro de Cristo transfigurado con Elías y Moisés, y la curación del niño endemoniado. Aparte de ser el magno testamento de Rafael, que presidio su sepulcro en el Panteón romano, está considerada obra  maestra de la pintura de altar y, como ya se ha apuntado, pilar de la modernidad en la pintura. Desde Nietzsche, para el que era obra icónica, motor de su filosofía, que constató una dialéctica entre el nivel superior (luz, color, silencio, paz) y el inferior (bullicio, confusión, multitud, oscuridad). Lo apolíneo en contraposición a lo dionisiaco. Cristo transfigurado en Apolo. Y siempre el arte como estimulo para afrontar la vida.

Análogamente, el cancionero manriqueño, y en particular, las Coplas ofrecen esa dualidad entre lo contingente y transitorio del mundo terrenal y la promesa de una gloria eternal, tras la terrible turbulencia, eso sí dialogante y humanizada, del trance de morirse. Al igual que Rafael Sanzio en arte, Jorge Manrique firma en poesía el tránsito hacia la modernidad. De hecho, el siglo en que las Coplas son best-seller, a través, del Cancionero General de Hernando del Castillo, será el XVI, el de Rafael, y no tanto el XV, en que fueron compuestas e impresas en varios incunables.

Así pues, Jorge Manrique y Rafael: dos apolíneos acechados por Dionisos. Pilares de la modernidad y del Renacimiento, y de todo lo que ha venido después (manierismo, barroco, romanticismo, vanguardias), tops respectivos de la Literatura y del Arte. Sanzio y Manrique, hermanados, fusionados en Tierra de Campos, entre Paredes de Nava y Autillo . Dos cimientos de la cultura occidental.

Ya lo vieron tantos para Manrique: Machado, Salinas, García Márquez, Antonio Enrique, Guy Debord... Y para La Transfiguración, nada menos que Nietszche, como venimos de apuntar,que tuvo en ese cuadro un fetiche, piedra de toque de su premisa filosófica. En el nacimiento de la Tragedia, considera el arte como transfigurador y escribe: "Tanto la filosofía como el arte se relacionan con el arte de transfigurar y ambas deben ponerse en relación con la vida; la cual ha de ser transfigurada por el amor".

Para Vasari el cuadro de Rafael es "la mas celebre, la más bella y la mas divina" de sus creaciones. Encargado en 1517  para la catedral de  los santinos  Justo y Pastor de Narbona por Julio de Medicis (futuro papa Clemente VII), esta obra maestra nunca llegaría allí. Aparte alguna copia menor (como la de El Escorial), se tiene por original la de los museos Vaticanos y por copia la del Prado. Y rara vez, se cita o considera la de Autillo, de idéntico tamaño que la del Vaticano.

Todos los analistas del cuadro, mencionan como elemento prescindible, que estorban y hasta rompen la dualidad cielo-tierra de la pintura, los dos personajes en el lateral izquierdo que miran y oran y que se supone serían los niños mártires alcalaínos Justo y Pastor, cuyas reliquias fueron tan bien acogidas en la ciudad francesa de Narbona que devinieron sus patronos.

Solo en el cuadro de Autillo han desaparecido estas figuras, una adición, casi un pegote, siendo pues el que mejor representa de todos la superestructura apolínea sobre el subsuelo dionisiaco que Nietzsche percibiera. Percibimos el buen criterio del obispo Reynoso a la hora de disponer el borrado de estos personajes.

Custodiado un tiempo, en los años del mayor poder del palentino Reynoso, en la iglesia española de San Pedro in Montorio,  que  avizora Roma desde lo alto como un azor, sede actual de la Academia de España, un gran coleccionista de arte,                                                                                               ¿iba a traerse de vuelta a su patria una copia, pudiendo disponer del original?  Y siendo Autillo su destino, donde  no tenía arraigo la devoción a Justo y Pastor, se entiende la eliminación por razones estéticas de las dos figurillas, que rompen la gloriosa simetría del cuadro.

Tapados los niños mártires, que solo hubieran jugado en Narbona, triunfa en el cuadro de Autillo la visión primera, pura, de Rafael. La Transfiguración invierte el relato evangélico: el espectador contempla primero la escena del muchacho poseído (el dolor y la confusión, de los que emanan la filosofía y el arte, el alma dormida) y, alzando la mirada, accede después al antes evangélico: al éxtasis celestial, al despertar. El niño poseído de mirada desencajada señala con un brazo arriba, hacia el nivel celestial, como impetrando la bajada de Jesús, ante la incapacidad de sus discípulos para curarlo. Al tiempo, su otro brazo, apunta a la tierra, al inframundo incluso, visualizando el eje o circuito arriba-abajo: cómo lo físico comunica con lo espiritual y cómo lo celestial se puede encarnar en la materia. Dentro del caos del plano inferior del cuadro, hay una intercomunicación entre el San Mateo del rincón izquierdo y el niño enfermo, a través del personaje de la Dama, que algunos identifican con Sofía, la deidad de la sabiduría.

La peripecia de la tabla cabe resumirla así: tras el encargo de Julio de Medicis en 1516, es entregada en 1520, año del prematuro fallecimiento de Rafael, exhibida en su funeral en su catafalco del Panteón, ubicada en el altar mayor de San Pietro in Montorio de Roma y, conforme a nuestra hipótesis, trasladada a España en 1572 y colgada como cuadro de altar en la iglesia de Autillo de Campos desde 1597. El deterioro del retablo motivó su traslado en 1732 al muro de la epístola, que sigue ocupando actualmente. En 2015 fue restaurada en un taller “in situ”, fruto de la colaboración entre la Diputación y el Obispado de Palencia.

Así pues, un infatigable estudioso y explorador del magno legado de su tierra palentina, José Herrero, y un escritor e investigador literario, yo mismo, hemos aunado esfuerzos y pasión, a través de la geógrafa física y espiritual manriqueña, en la aventura de tratar de esclarecer el misterio que envuelve a este cuadro, considerado el summum en la obra de uno de los más grandes maestros de la pintura. Con estos puntos de abordaje:

 1º- Los misterios de su traslado a Autillo de Campos, localidad natal del alto dignatario vaticano, experto coleccionista de arte y futuro Obispo de Córdoba, Reynoso.

   El de su relegamiento y casi unánime silenciamiento crítico a lo largo de cinco siglos, a pesar de que figuró ´en uno de los catálogos / exposiciones de Las Edades del Hombre en 2017 en la villa de Aguilar, con el tratamiento de copia del original procedente del Taller de Rafael.

Y 3º, y más importante, la probabilidad de que pudiera tratarse del original de La Transfiguración de Rafael, dadas las circunstancias que envuelven su gestación y cambiante destino. Constatado además el reto de acreditar la autoría de Rafael, tantas veces (y más en su obra final) delegada a sus colaboradores del taller.

La enorme influencia del palentino Reynoso ante el Papa y sobre el templo español que albergaba el cuadro original y, junto a ello, su acreditado gusto como coleccionista de arte, considerando además la altísima calidad de la magna pintura colgada en la iglesia de Santa Eufemia, apuntan a su probable originalidad, que acaso los medios técnicos actuales y un solvente peritaje artístico podrían dilucidar.

 

 FICHA DE LA OBRA

Técnica: Óleo sobre tabla. Medidas: 389 x 282 cm., la tabla; enmarcada, 405 x 298 cm. Estilo: Renacimiento, con prefiguración del manierismo. Asunto: Recrea dos episodios evangélicos; en el plano superior, La Transfiguración de Jesucristo (Lucas 9, 28; Mateo, 17,1; Marcos, 9,2); en el inferior, la curación del niño endemoniado (Lucas 9,37; Mateo, 17, 14; Marcos, 9,14) . Cronología: obra final, testamento pictórico, de Rafael Sanzio (1517-1520). Ubicación actual: Iglesia de Santa Eufemia, en Autillo de Campos (Palencia), primera capilla del lado de la epístola. Restaurada en 2015. Incluida en el programa de arte castellano-leonés Las Edades del Hombre, 2017.

 



Cuadro la Transfiguración que se encuentra ubicado en la iglesia de Santa Eufemia 
de la localidad palentina de Autillo de Campos. Foto Sol



Nivel superior, celeste y apolíneo. Foto Sol

                 
Nivel inferior, terrestre y dionisíaco. Foto Sol 

 

 

 

domingo, 4 de febrero de 2024

Dossier Intercatia - José Herrero Vallejo

 En busca de la ciudad perdida de Intercatia - Clicar aquí. José Herrero Vallejo

Este documento recoge las investigaciones y trabajos realizados dirigidos a encontrar la ciudad vaccea de Intercatia (Paredes de Nava, Palencia).





miércoles, 1 de junio de 2016

...y amarillo es el mar

                                       EL  AYER DE TIERRA DE CAMPOS
    

                                                                                                                                                             Acuarela original de Eladio Torres


                                  …y amarillo es el mar

                                                                                                                                 A las  gentes  que  vivieron
                                                                                                                                                        y trabajaron estos  campos

Dicen los castellanos, decimos los castellanos, que Castilla tiene mar. Siempre lo hemos oído contar a poetas y escritores enamorados de estas tierras y también a otros muchos que desde lugares lejanos encontraron en ella motivo de inspiración creadora.

Creo que esto que dicen del mar, debe de ser verdad, porque  si no   ¿Qué es todo aquello que se ve, que se divisa desde el alcor, desde los montículos motanos y solitarios oteros, desde los campanarios, desde las almenas de torres castilliles que jalonan los caminos reales, desde los choritoques  de  los tejados de las casas señoriales? ¿Qué es sino más que un espacio interminable que se confunde con un sinfín de firmamento azul?

Desde el Cristo del Otero, desde Autilla del Pino, desde Villalba de los Alcores, desde el castillo de Montealegre, desde el de Monzón y desde tantas otras atalayas, podemos desde la altura, mirar  hacia lontananza y ver, desde estas costas imaginarias, parte de esta tierra, plana como la palma de la mano, de superficie como la mar desnuda, llanura coloreada de pardos y grises invernales, de amplio y ancho cielo azul, claro, brillante,  con rayos de sol sin tamizar, sin sombras posibles, sin remansos para el frío viento del norte que lame sin cansarse, día a día, esta estepa milenaria que fue bautizada ya hace siglos con el nombre de Tierra de Campos.

Afirman los cronistas que estas tierras ya figuraban oficialmente inscritas con tal nombre en la Crónica General de Alfonso X el Sabio y algunos eruditos, en sus tesis, afirman que el nombre de esta comarca lo toma o procede del llamado río Valderaduey que la atraviesa a lo largo, y éste a su vez del vocablo “aradoy” que en euskera viene a decir Tierra de Campos, pues parece ser que varios siglos antes de Cristo eran tribus vascas las que poblaban estos pagos castellanos.

Sea cierto o no, lo que sí es verdad es que algunos poetas, impresionados porque sus campos visuales abarcaran al mismo tiempo tanta y tanta tierra junta, llenos, pletóricos y hasta cansados de tanta llanura y más llanura, han insinuado que esta región castellana atendería mejor, por derecho natural, por derecho propio, si la llamáramos “campos de tierra”, tierra disputada en los siglos, tierra feraz, tierra de trigo, tierra de pan llevar, tierra de anhelos, tierra de esperanza de lluvia, tierra tan recia como la más, que no ha entregado nunca fruto si no es a cambio de esfuerzo y sudor humano.

En esta comarca, aún siendo la misma, se encuentran sus tierras repartidas entre las provincias castellanas: Palencia la mayor parte y algo para Valladolid, Zamora y León. Por el norte los extremos se encuentran en villas tan ilustres como Carrión de los Condes y Sahagún de Campos, al sur Palencia, su capital, al oriente las orillas del río Pisuerga y al poniente los montes de Torozos que se prolongan por las Tierras de Campiñas hasta Valencia de don Juan, en otros tiempos Coyanza.

Son tierras, como dice el diccionario, áridas, llanas, con escaso arbolado, en las que destacan los sembrados de cereales cultivados en una altura elevada sobre el nivel del mar. Es una llanura que discurre entre páramos, cerros y vallejuelos que recogen las escasas aguas de lluvia, adornados con largas filas verdes, riberas castellanas de sombra para el descanso, para recobrar anhelos. Filas verdes que señalan los caminos, con mojones lejanos, espadañas de torres, torres de iglesias castellanas que en la lejanía vislumbra el viajero.

Según cuentan las crónicas, estas tierras fueron ocupadas por los vacceos, tribus celtibéricas que se enfrentaron a las legiones y centurias romanas a las que humillaron consiguiendo evitar el dominio romano durante muchos años. Ya había entonces en la sangre de estos altivos y primitivos moradores,  orgullo e intransigencia, semilla castellana paseada en el tiempo de los siglos por el mundo entero.

Fue Publio Cornelio Escisión Emiliano, general romano apodado “el Africano”, destructor de Cartago, quien aniquiló Numancia en el año 133 a.C y rendida por tal motivo Palantia, probable Palencia actual, capital de Campi Palatini como llamaron los romanos a esta tierras, el pueblo vacceo perdió su autonomía e independencia.

Comenzó un proceso de romanización, y estos pobladores se fueron poco a poco integrando con los vencedores, admitiendo las leyes del pueblo dominador y más tarde, sus costumbres y con ello su cultura.

Así los vacceos, digo yo, temerosos y sorprendidos y al mismo tiempo curiosos, probaron las máquinas y artilugios que los romanos les ofrecieron y entre todos ellos  prefirieron lo que llamaban arado y que nosotros hemos conocido con el sobrenombre de romano. Él ha sido desde entonces, hasta hace poco tiempo, compañero inseparable de nuestros hombres del campo, herramienta básica para quebrantar las entrañas de la tierra, una tierra que aquí ha sido siempre seca y dura.

Conocieron y usaron el “tríbulum” o trillo, que nuestros mayores bien recuerdan, tabla grande y plana con piedras y hierros cortantes incrustados para desgranar las espigas de trigo, dando vueltas, revueltas y más vueltas a la mies que crujía a su paso, en la era, cuando el sol estaba en lo más alto.

Aprendieron a conservar el grano en silos bajo tierra o dejando la espiga sin triturar y así, de esta forma, esta región fue granero de Roma en los tiempos que hablamos y en los de ayer, riqueza y esplendor de Castilla, hoy es otra cosa.

Las villas señoriales romanas o del “dominus” fueron muy frecuentes en esta región y para defenderse de los rigores invernales, se construyeron con un sistema ingenioso de conductos o caños bajo el pavimento por donde circula aire caliente. Son las denominadas glorias o trébedes de vigencia todavía hoy en muchas casas castellanas, que alimentadas con paja y encendidas con manojos de sarmientos, ayudaron a sus gentes, durante siglos  a soportar con agrado la frías y serenas noches de invierno castellano, noches de cielo raso con fondo oscuro, alfombrado de diminutas y brillantes estrellas, pálido resplandor de luna llena, presagio de blanca gélida escarcha al amanecer.

La caída del Imperio Romano de Occidente en el siglo V dio paso a la invasión de la península por bárbaros del norte y dicen de nuevo las crónicas que la historia de Tierra de Campos se interrumpió entonces y esta comarca vio talados  sus campos, arrasadas sus viviendas, destruidas por fuego sus ciudades y pasados a cuchillo sus moradores.

Durante la dominación visigoda estos campos de la meseta castellana fueron denominados Campi Ghotorum, Campos Góticos o de los godos y abandonados en el siglo VII por la retirada de los escasos habitantes hacia las montañas asturianas por la presión bélica de las tribus bereberes  del Norte de África.

Cuando llegan los árabes a la península, Tierra de Campos es una región apenas superviviente, todos se han ensañado con ella, ha pagado tributo por su descarada planicie, sin montañas, sin valles, sin defensas para sus moradores, siempre sometidos al temor, a la rapiña y codicia del invasor.

También dicen las crónicas que el primer rey de la reconquista, Alfonso I dio orden a sus huestes de desertizar y eremizar aún más estas tierras castellanas. Encontró en este yermo desierto, en este gran descampado, dominado de soledad y silencio, un valor estratégico, una barrera defensiva que delataba la presencia de las tropas enemigas mucho antes de llegar a sus objetivos militares.

Esta meseta castellana de Tierra de Campos descansó del invasor extranjero a partir del siglo XI, cuando se estableció definitivamente la línea fronteriza del Duero  frente al moro, y los hechos históricos medievales se fueron sucediendo en estos mismos escenarios con distintos decorados.

Así la riqueza cerealista de estas tierras y el movimiento de la reconquista, hizo que pronto en ellas surgieran villas, poblados, castillos, torres,  fortalezas, templos, catedrales, iglesias y más iglesias, conventos y más conventos y todos ellos fueron testigos en el tiempo de rivalidades y luchas sangrientas de los señores que se disputaban su dominio, de cesiones y pactos para fomentar la guerra o asegurar la paz, de Cortes y de Concilios que atendieron al régimen de los pueblos y al gobierno de la Iglesia.

Historiadores románticos palentinos dicen al referirse a Tierra de Campos: “En aquel extenso territorio tuvieron señoríos los obispos de Palencia, el arzobispo de Toledo y de allí eran solariegos todos los nobles a los que la fama de sus hechos colocaba al lado de los reyes o al frente de las mesnadas. Entre los siglos XI al XIII recordamos a los Ansurez, a los Laras, los Mentález, los Girones, los Sarmientos, los Padillas, los Tovares, los Manriques, los Manueles, los Ayala, los Castros, los Enríquez y los Rojas, los Mendozas y los Acuña, los Osorio y otros cien que han tenido allí sus lugares y castillos, sus iglesias y conventos, que fueron, que han sido también sus sepulcros”

Y continúa, ¿Qué otra región ostenta templos  visigodos del siglo VII como San Juan de Baños, monumentos románicos del siglo XI como San Martín de Frómista, Santa Cruz de Ribas y Santiago de Carrión, iglesias de transición como Villalcazar de Sirga, Amusco y Astudillo, y puros modelos ojivales como Támara, Palencia y Rioseco? ¿Dónde si no en esta comarca pueden apreciarse casi de una sola mirada castillos de origen visigodo como el de Monzón, el de Fuentes de Valdepero, Ampudia, Montealegre, Belmonte? ¿Quién no siente estímulos por conocer la renombrada abadía de Husillos, lugar de importantes Concilios en el siglo XI y panteón de los Ansurez, el priorato de Santa Cruz, panteón de los duques de Nájera, San Zoilo y Villasirga?  ¿Quién ignora que en los campos de Támara se encontraron los ejércitos castellanos y leoneses y concluyó aquí la línea de los monarcas de León y adquirió el naciente reino de Castilla su supremacía?

La historia sigue adelante y en los dos últimos siglos, Tierra de Campos se encuentra ya apartada hace tiempo del escenario de la política, de las intrigas, sufre, padece y disfruta, como  el resto de las tierras de España.

Pero aquí, el corazón que impulsa la sangre de esta tierra, el motor que mueve la vida de estos pueblos, ha sido, sigue siendo, es el cultivo de la tierra, tierra de cereales para grano de secano, tierra prieta, áspera, reseca y dura la mayor parte  de ella, molde de las gentes castellanas.

De tal palo, tal astilla y así sus gentes, los hombres de este campo, labradores con ascendencia hidalga, han sido, son, se han hecho tenaces, austeros, codiciosos para el trabajo de la tierra, a la que piden, a la que exigen, a la que suplican con rogativas  que les dé, que les entregue a cambio al menos, el fruto de su trabajo.

Apenas son mozos, estas gentes comienzan a trabajar hasta que Dios quiera… y todas las primaveras, cuando la sazón lo permitía, levantaban la tierra, alzaban los rastrojos apretando fuerte la reja del arado para penetrar hasta el fondo, para ahondar más la tierra, para hacer más tierra de la  misma tierra, para hacer barbecho, para conseguir un buen tempero y así, surco tras surco, día tras día. Y cuando terminaban, volvían a empezar, era lo que llamaban binar, arar dos veces la misma tierra y, a veces hasta terciaban o tres rejas, eran, son, algunas tierras las que  


                                                                                                                    Acuarela original  de  Eladio Torres  

piden, las  que necesitan más atención, más entrega, como a veces sucede también con alguno de nuestros hijos.

Cuando el sol perdía el resplandor del verano y aparecían las nubes y amenazaban las lluvias del otoño, sacaban los labradores de las paneras  los granos bien guardados del año anterior y, desde las alforjas sembradoras, los esparcían con cuidado y en justa medida sobre la tierra en la sementera y, se pedía en silencio al cielo que prendiera, se encerraban las palomas, se ahuyentaban las aves,  alondras, tordos, se cuidaban los sembrados.

La semilla germina, nace, se defiende de la escarcha, de la helada, de la sequía, de la excesiva lluvia, del cardo, de la mala hierba que la oprime. Crece, crece y el campo  pardo gris se va haciendo verde y más verde, exageradamente verde, jaspeado de otros verdes y nacen amapolas rojas, margaritas blancas, colores azules y violetas, diminutas flores por doquier y el cierzo, viento norte, mueve y zarandea las mieses con suavidad, a veces con coraje, y el cielo sigue siendo azul.
 
Poco a poco, los días se alargan, las noches se acortan, los campos se calientan, la tierra se seca y reseca, los verdes son cada vez menos verdes, la campiña palidece y se insinúan los amarillos cereños de cebadas y trigos, las espigas engordan y los colores dorados predominan y brillan bajo el sol. La cosecha, el trigo ya casi está  en sazón, a punto de ser cortado. Ya comienzan a llegar los segadores, se cuentan por miles, gentes de otras tierras, familias enteras, la mayoría de cabello rubio y blanca tez de los límites galaicos y llegan puntuales a la cita, como tantos años anteriores.

Y es entonces cuando estos campos nuestros, inmensos campos castellanos, vestidos, coloreados, teñidos de amarillentas tonalidades, pintados de cien colores distintos, mecidos y acariciados por el viento suave del anochecer estival, entre dos luces, en silencio, con el murmullo sonoro de las espigas al rozar, parecen, son, es un mar, mar amarillento castellano, mar dorado, mar de esperanza, mar de riqueza, mar de Tierra de Campos.

Al alba, con la tenue luz del amanecer, gentes de templadas y verdes tierras, segadores gallegos, hombres y mujeres, abandonan el lecho que en la noche la tierra les prestó, doblan sus cuerpos y encorvados, empiezan en el tajo a trabajar, ganando terreno, achicando a golpes de hoz el campo de mies, brazada a brazada, con el mismo ritmo que algunos imponen al remar, como si fueran verdaderos marineros de la mar. Con la mano  izquierda  protegida y  la derecha  armada con la 



                                                                                                       Acuarela original de Eladio Torres

hoz y con el brazo tenso, nervudo,  cercenaban con certeros golpes los secos tallos coronados de doradas y gruesas espigas, pepitas de oro, granos dorados codiciados.

Y al mediodía, cuando más calienta, continúan trabajando bajo el sol, con grandes sombreros de paja adornados con alguna cinta de color, reseca la boca, cansado el cuerpo, oliendo a sudor, a paja cortada, a polvo, siempre a polvo. Ahogados de calor y quemados de sol siguen trabajando hasta el ocaso, esperando que llegue el nuevo día para volver a empezar donde lo dejaron ayer, siempre en el tajo, en el mismo corte de ayer, allí donde la mies, todavía erguida se ofrece sin resistencia, sin reparos y con deseos se entrega en los brazos del ambicioso, del codicioso segador. Y poco a poco y mucho a mucho, pues muchos eran los segadores, aquel arrogante mar amarillento iba entregando, cediendo a golpes de hoz el tesoro que encerraba, que guardaba. Es entonces cuando estos campos descansan y alcanzan la tranquilidad y el sosiego de aquellos que ya lo han dado todo, todo lo que han podido dar, aquellos que ya no tienen nada más que entregar.

A sus espaldas dejan con ganas lo que fue cama, casa y  lo que todo junto ejerció  como cilicio. Allí queda el rastrojo, no mires hacia atrás, sed, polvo, esfuerzo, sudor, repique de campanas, angelillos al cielo, ¡qué horror! yo ya no quiero contar más. Rastrojo ahí te quedas, esperando, cuando te toque, que el labrador con la reja del arado de nuevo te levante y ya de barbecho con ansia  esperarás, en la sementera, la semilla que de nuevo la vida te dará, siempre ha sido igual, unos terminan, se quedan y otros empiezan a caminar.

Rosalía de Castro en sus poesías se lamentaba así, de esta manera:


Castellanos de Castilla
Tratade ben ós gallegos;
Cando van, van como rosas;
Cando vén, vén como negros.

¿Por qué Rosalía, por qué nos hablas así, por qué nos llamas castellanos de “corazón de ferro”, de  “corazón de acero”?  No ves que no somos nosotros, no ves que es esta tierra la que aflige a tus gentes? Es ella la que la que les pide sudor, esfuerzo, quizá la

Acuarela original de Eladio Torres
                                   

la vida. Y si no, mira aquellos hombres, de nacimiento labradores, hombres que son nuestros, hombres de estas tierras, son jóvenes y parecen ya viejos. Sus manos son grandes, fuertes, huesudas, cansadas de sujetar la esteva  del arado. Mira sus caras arrugadas por el sol, por el viento, por la semilla que no nace, por el agua que no llega, mira que andar desgarbado tienen, caminan inclinados, son callados, silenciosos, solitarios; ellos por querer vivir de esta tierra,  han pagado también su tributo.

A principios de este siglo la tranquilidad tradicional de estos campos agrícolas se interrumpe con la aparición de lo que entonces también llamaban modernidad, flamantes máquinas que vienen  de las industrias del norte, las famosas segadoras gavilladoras de la firma Ajuria Aranzábal, que arrastradas por una única mula, de las miles que existían, derribaban la mies a su paso como no lo hacían muchas cuadrillas juntas, con las hoces en sus manos.

En los años venideros ya no se veía el alegre paso de las cuadrillas gallegas, en fila india, garbosos, restregando las suelas de madera de sus botas en las empedradas calzadas de los pueblos castellanos. Y vinieron más máquinas, beldadoras, sembradoras, trilladoras y un sinfín de aperos y modernidades y ya las casas no necesitaban las manos y los esfuerzos de agosteros, temporeros, ni ajustes de anuales jornaleros.

Antes del alba, como en otros tiempos sucedía, ya no se reúnen en los soportales de las plazas aquellos hombres del campo braceros, que alineados unos junto a otros y apoyados en la pared, esperaban impacientes la llegada de los cachicanes, para ver si a ellos les tocaba hoy ser señalados con el dedo, ser elegidos para trabajar, aunque fuera solamente por un día.

Ya no es como antes que quedaban  esperando a otro día sólo los hombres ya viejos, los quebrantados, los poco dotados para en esfuerzo corporal. Ahora ha tocado también a los buenos mozos, a todos aquellos que necesitan trabajar, a todos los que la tierra les daba antes, al menos, el pan para a los suyos sustentar.

Y muchos desesperados levantan el brazo en alto empuñando la hoz y otros increpan a sus amos y éstos desconcertados, les ayudan en lo que pueden. Pero como siempre ha sido, los días continúan sucediendo a las noches, noches que parecen largas y el tiempo pasa y va dejando cicatrices en los campos, en las gentes, en las vidas…  y todo sigue adelante, siempre adelante y en ese empeño van, vamos dejando las ilusiones, la juventud, la vida.

Peor fue años más tarde, cuando aparecieron los tractores, ellos solos, fuera verano, fuera invierno, lloviera o no lloviera, hiciera sol o no lo hiciera, levantaban la tierra hasta sus mismas entrañas, con la misma facilidad e independencia que si fuera rastrojo, barbecho o lo que fuera. Esta tierra de labor indómita, penosa, ha sido por primera vez vencida, humillada, desgarrada por estas máquinas atronadoras que rompen el silencio tradicional de los campos y limpiamente lo hacen sin esfuerzo, sin sudor, sin quebrantos corporales.

Las gentes de estos pueblos les llamaron traidores, cada uno de ellos trabajaba lo que diez hombres con sus diez pares de mulas. Y en aquellos campos se comienza a hablar de caballos, de caballos de vapor, de máquinas de nombres hasta entonces nunca oídos, Massey Ferguson, Mc Cormik y otros raros y muy desconocidos y el olor a campo fresco cede paso al olor penetrante del gasoil.

No responden esta máquinas a la voz de mando como hacían las yuntas de las mulas que tan dócilmente obedecían, y su manejo requiere otros modos y saber y que muchos hombres, aunque quieren, no pueden aprender. Tampoco de esta forma pueden continuar, y piden a los hijos, aquellos que los tienen, que se adiestren en este nuevo entender. Las rodaduras de los caminos ya no son ni estrechas ni duras como las de los carros de siempre eran, sino  anchas y muy blandas, con dibujos, como son  las ruedas de caucho.

Casi al mismo tiempo, aparecen las flamantes cosechadoras, ellas mismas lo hacen todo junto y no dejan granos en el campo, ni para que las mujeres, como antes, espigaran. Ya no hace falta segar, ni amontonar la mies en morenas, ni acarrearlas por la noche a la era, ni trillar, ni aparvar, ni aventar con el bieldo  en los atardeceres ventosos, ni llevar el trigo a la panera. Ya no hace falta nada. Las mulas, que se contaban por miles, protagonistas principales de estos campos, tan necesarias, tan queridas, después de estar aquí con nosotros cientos de año, van poco a poco desapareciendo y con ellas los herreros, carreteros, esquiladores, collereros,  herradores, muleros, tratantes, un sinfín de gentes.

Y callando, sin ruidos, como se hacen las cosas en esta tierra castellana, muchas, muchas familias comenzaron el camino de la emigración hacia tierras más al Norte, necesitadas de manos, como antes lo fue Castilla. Se han redimido de la esclavitud de las labranzas, pero vuelven, van volviendo contentos a pasar las vacaciones y las fiestas, a enseñar a sus hijos como es el pueblo de sus padres y si es posible, a rehabilitar la casa que fue de los abuelos.

Les he contado muchas cosas de labradores, de tierras y paisajes y no quiero olvidar a  otras gentes, prototipos de estas tierras agrícolas desde los principios conocidos, protagonistas diarios del latir de estos pueblos.

Hablo de pastores, ganaderos como dicen de lanar, que recorren todavía incansables los rincones de estos pagos castellanos. Permanecen como siempre, no han cambiado ni alterado sus costumbres. Con sus rebaños de ovejas de lana blanca, algunas de lana negra, como hace tantos años, salen sin rumbo, con la manta a cuadros al hombro, con sus perros y entre ventosas polvaredas y sudores del fogoso calor, recorren el campo por linderas, caminos y veredas buscando pasto que apenas nosotros vemos, pero que alivia a su ganado.



                                                                                                                                                Acuarela original de Eladio Torres

Campos castellanos, veredas pastoriles alfombradas de polvo, que aquí es más polvo por ser más seco, aquí nacen en tus lindes, en tus bordes, en los ribazos del camino, los cardos mesetarios; hostiles y arrogantes cardenchas coronadas de elegantes cabezuelas violetas, el cardo borriquero con sus abrojos como único fruto, el cardo  corredor que mañana cercenado, impulsado por el viento, loca carrera emprenderá por barbechos y rastrojos, por caminos, sin rumbo, errante, como otros muchos hacen impulsados por la fuerza de la  vida, con un destino incierto, con un final   seguro.

Estas gentes, mitad pastores, mitad camperos, permanecen horas, días enteros al aire libre, no hay domingos, no hay festivos y como pequeñas atalayas vivientes, observan y vigilan cuanto sucede en la llanura, conocen los secretos del campo, los secretos de la caza, el perdedero de la liebre, la querencia de la perdiz, hacia dónde volarán las avutardas, hacia dónde lo hará el sisón, dónde la paloma sucumbió en las garras del gavilán.

Con la gorra negra bien calada, enfundados en la manta de siempre, impávidos y con la mirada que parece perdida, aguantan vientos, aguaceros, tormentas y pedrisco, nunca se quejan, tampoco sonríen, apenas hablan, piensan, sueñan con ovejas, con pastos jugosos, verdes, Dios sabe en qué. Y  cuando el sol de la mañana está donde acostumbra, extienden en el suelo la manta, echan mano del zurrón, de la desgastada navaja, es hora de regalar al cuerpo el crujiente pan de harina blanca amasada sin piedad, dorado en  hornos enrojecidos de viejas encinas, acompañado de gruesas y abultadas rebanadas de queso, del queso que la pastora, su mujer, con esmero preparó en las noches de invierno. Bocado  tras bocado, sobriamente repartido con  sus perros de  variopintos pelajes, aligeran la prevención y merman de vino  la botija, pues mañana será otro día.   

Ellos no se han ido, no buscan trabajo en el Norte, si más pastores hubiera, más se necesitarían, pero ya los nuevos, sus hijos, ya no quieren ser. Sus apellidos, a veces repetidos, les delatan de su procedencia, de su origen pastoril, al gremio al que pertenecen, desposan entre ellos. Sus casas se sitúan en los alrededores del pueblo, sus calles las llaman “de las pastoras”, las puertas traseras comunican con el campo, no tienen tierras, no so propietarios, los propietarios son los labradores, que tampoco poseen rebaños.
                                                                                                                                                            

                                                                     Acuarela original de  Eladio Torres

Ya no se ven viñas en Tierra de Campos, en poco tiempo se acabaron aquellas alegres manchas, aquellos verdes conjuntos alineados situados en las laderas frente al sol. También arriba, en el llano, ancladas, enraizadas en el pardo color de la tierra ¡cómo destacan¡ y ¡cómo llaman la atención¡ islas verdes recortadas, prisioneras en verano del coloreado amarillento de los rastrojos que las rodean.

Con qué gusto lAs podaban en invierno, con qué alegría l       as cavaban en primavera, con qué esfuerzo las cuidaban todo el año. No había antes casa que no tuviera al menos un majuelo, que así se llaman aquí a las viñas. Hacían vinos en lagares que guardaban en bodegas, vino joven del año para ellos, extraído de esa uva que con tanta alegría recogían del majuelo, cuando Septiembre terminaba.

Pero también para ellos llegó la modernidad,  esta vez disfrazada, vino envasado, económico, peleón, con sabor a otras tierras, pero ayudaba a trabajar, acompañaba en los sinsabores, en la alegría. Y con él, con estos vinos industriales envasados de económico precio, se marcharon poco a poco aquellos adornos verdes con los que el campo se vestía, se engalanaba en el verano, aquellos majuelos verdes y con ellos se fueron bodegas, lagares, bocoyes, cantaras, la alegría de los vendimiadores. Tenía que ser así y así fue, a veces crecer es perder otras cosas.

Las casas, la mayoría, son de dos plantas, con entramado de madera, la de debajo de vivienda, la de arriba de pajar, fachadas con trulla de barro para hacer adobe, el marco de la puerta, el marco de las ventanas, cenefas revocadas de yeso blanco. En la entrada algunas tienen zaguán, detrás todas corral, las más grandes con cuadra para las mulas, portalón, paneras, gallinero, conejera, pocilga, un sinfín. Pero ya tampoco son así, se han cansado del barro, del adobe, no necesitan pajar, tampoco cuadras, las prefieren de otra forma, ya no veo lo que yo vi,  yo no sé lo que ésto es, también ellas se han cansado de ser así.

Y tantas cosas más, pero todavía quería decirles, contarles, para terminar,  que en estas tierras nacieron también hombres con sutileza de mente,  genios del arte, que supieron exteriorizar sus sentimientos en bellos poemas, en bellas pinturas y esculturas. Hombres del renacimiento español que dejaron en nuestros pueblos y ciudades  huellas evidentes de su buen hacer y saber, huellas que nosotros hoy disfrutamos y que pretendemos conservar para las generaciones venideras.

Fue natural de esta comarca Don Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, escritor de  obras en prosa y en verso. El renombrado poeta Don Jorge Manrique, el mejor cantor de la muerte en la literatura castellana, era hijo del famoso y aguerrido Don Rodrigo Manrique de Lara, Gran Maestre de la Orden de Caballería de Santiago, tan famoso y tan valiente, que llevó las tropas paredeñas hasta los confines de la frontera en la lucha contra el moro y todavía hoy en día, pueblos que fueron suyos, pueblos de la Sierra de Alcaraz, llevan su nombre.

Nuestra vidas son los ríos
que van a dar a la mar
que es el morir…

decía el poeta en las “Coplas a la muerte de su padre” Pero ¿a qué ríos se refería cuando dice que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar? Los ríos de su patria, los de Paredes de Nava, el Retortillo, el Valdeginate,  allí donde terminan, allí donde mueren, no es el mar. O quizá, ¿ es mar aquello que reluce bajo el sol, aquello que se ve allá a lo lejos? No, no, no es el mar, aunque lo parezca, es la gran hondonada de Campos, gran depresión de terreno que recoge las aguas invernales y que en los años lluviosos se acrecienta, se ensancha, se ensancha y parece un mar. Es la  Laguna de la Nava, el Mar de Campos, inmensa extensión verde primaveral, fresca, de agua limpia, como las navas son, jugoso tremedal, lujo de Castilla seca, se empeñaron en secarte y al fin lo consiguieron. ¿Y ahora? ¿A dónde estarán los  miles de ovejas que alimentabas, lanas que tanta fama dieron a las mantas palentinas?    ¿A dónde los bueyes que araban tus tierras, las mulas, los numerosos rebaños de yeguas descendientes de aquellas otras tan queridas? ¿ Dónde descansarán las grullas y ánades reales de sus largos viajes  invernales desde el norte, dónde criará el azulón,  dónde se alimentará la garza? Ya no se oyen las sinfonías nocturnas,  ronco cantar de los pobladores de esta agua, que en las serenas y calurosas noches estivales, avisaban a todo el mundo de su presencia, tal vez de su alegría.

     Por la Virgen de Agosto todos los años te quemaban por tus cuatro costados, ardían los carrizos, las masiegas,  las junqueras, las hierbas secas para nuevos pastos, todo por culpa de los mosquitos, por culpa del paludismo y tus llamas, dicen los que lo vieron, que alumbraban en la noche y el que resplandor se veía a muchas leguas, en los pueblos del contorno, durante días y días.

Pero para compensar, en tu seno se construyeron nuevos pueblos y diste asilo, patria chica y trabajo a todos aquellos desalojados de las montañas del norte, cuando fueron anegadas sus tierras, lo contrario de lo que a ti te ocurrió, para construir los pantanos, para contener las aguas. Sea una cosa por la otra. En estos últimos años se reparan estos desaciertos ecológicos del pasado y se han recuperado amplios humedales de las tierras bajas próximas a La Nava  y dicen, los que lo han visto, que vuelven las aves acuáticas y aquello es un vergel, presidido este escenario natural por  “ la buena moza de Campos”, imponente torre de la iglesia de San Pedro de Fuentes de Nava,  punto de orientación en la llanura y atalaya sin fin.

Pero Tierra de Campos ha sabido engancharse al paso del carro del progreso y desarrollo, aprovechando también recursos olvidados pertenecientes al pasado, hoy apreciados y admirados. Nos referimos a los templos, a las iglesias medievales, los castillos, los conventos con tanta riqueza, a las pinturas, tallas y esculturas arrinconadas durante tanto tiempo en cuartos y sacristías.

Y así, en los últimos veinticinco años, se han reconstruido muchas iglesias, conventos y castillos, se han  restaurado retablos, artesonados, cúpulas, altares, órganos, lienzos, tapices, tallas, rejería, orfebrería y joyas sin par, y hoy, aún faltando mucho por hacer, Tierra de Campos ofrece al viajero tesoros artísticos que son  parte de los tesoros del arte de España.

Estos tesoros, aunque faltan muchos, pues muchos fueron los que se llevaron, los que se perdieron, son originarios de estas tierras, pues aquí nacieron sus creadores, genios que ahora son de la Humanidad entera.

Aquí, en estos pueblos castellanos trabajaron y dejaron muchas de sus obras,  el  paredeño maestro universal de la pintura Pedro Berruguete, su hijo Alonso, escultor, con obras repartidas por muchos lugares españoles, Juan de Tejerina, Diego de Soto el organero más importante del siglo XVI y su familia, los grandes músicos De Soto famosos en todas las Cortes de Europa y muchísimos más y algunos, que sin ser  de aquí, trabajaron y dejaron sus obras artísticas, contratadas las más de las veces por una iglesia pujante y rica.

Todo ello se encuentra en Museos, como el Parroquial de Santa Eulalia de Paredes de Nava, el de Santa María de Becerril de Campos, el de la Catedral y Museo Diocesano de Palencia, San Facundo y San Primitivo de Cisneros, Villalcazar de Sirga, Carrión de los Condes y tantos otros que yo desde aquí les invito a visitar.

                                                         José Herrero Vallejo