EL AYER
DE TIERRA DE CAMPOS
Acuarela original de Eladio Torres
…y
amarillo es el mar
A las gentes que vivieron
y trabajaron estos campos
Dicen los castellanos, decimos los
castellanos, que Castilla tiene mar. Siempre lo hemos oído contar a poetas y
escritores enamorados de estas tierras y también a otros muchos que desde
lugares lejanos encontraron en ella motivo de inspiración creadora.
Creo que esto que dicen del mar, debe de
ser verdad, porque si no ¿Qué es
todo aquello que se ve, que se divisa desde el alcor, desde los montículos
motanos y solitarios oteros, desde los campanarios, desde las almenas de torres
castilliles que jalonan los caminos reales, desde los choritoques de los
tejados de las casas señoriales? ¿Qué es sino más que un espacio interminable
que se confunde con un sinfín de firmamento azul?
Desde el Cristo del Otero, desde Autilla
del Pino, desde Villalba de los Alcores, desde el castillo de Montealegre, desde
el de Monzón y desde tantas otras atalayas, podemos desde la altura, mirar hacia lontananza y ver, desde estas costas
imaginarias, parte de esta tierra, plana como la palma de la mano, de
superficie como la mar desnuda, llanura coloreada de pardos y grises
invernales, de amplio y ancho cielo azul, claro, brillante, con rayos de sol sin tamizar, sin sombras
posibles, sin remansos para el frío viento del norte que lame sin cansarse, día
a día, esta estepa milenaria que fue bautizada ya hace siglos con el nombre de
Tierra de Campos.
Afirman los cronistas que estas tierras
ya figuraban oficialmente inscritas con tal nombre en la Crónica General de
Alfonso X el Sabio y algunos eruditos, en sus tesis, afirman que el nombre de
esta comarca lo toma o procede del llamado río Valderaduey que la atraviesa a
lo largo, y éste a su vez del vocablo “aradoy” que en euskera viene a decir
Tierra de Campos, pues parece ser que varios siglos antes de Cristo eran tribus
vascas las que poblaban estos pagos castellanos.
Sea cierto o no, lo que sí es verdad es
que algunos poetas, impresionados porque sus campos visuales abarcaran al mismo
tiempo tanta y tanta tierra junta, llenos, pletóricos y hasta cansados de tanta
llanura y más llanura, han insinuado que esta región castellana atendería
mejor, por derecho natural, por derecho propio, si la llamáramos “campos de
tierra”, tierra disputada en los siglos, tierra feraz, tierra de trigo, tierra
de pan llevar, tierra de anhelos, tierra de esperanza de lluvia, tierra tan
recia como la más, que no ha entregado nunca fruto si no es a cambio de
esfuerzo y sudor humano.
En esta comarca, aún siendo la misma, se
encuentran sus tierras repartidas entre las provincias castellanas: Palencia la
mayor parte y algo para Valladolid, Zamora y León. Por el norte los extremos se
encuentran en villas tan ilustres como Carrión de los Condes y Sahagún de Campos,
al sur Palencia, su capital, al oriente las orillas del río Pisuerga y al
poniente los montes de Torozos que se prolongan por las Tierras de Campiñas
hasta Valencia de don Juan, en otros tiempos Coyanza.
Son tierras, como dice el diccionario,
áridas, llanas, con escaso arbolado, en las que destacan los sembrados de
cereales cultivados en una altura elevada sobre el nivel del mar. Es una
llanura que discurre entre páramos, cerros y vallejuelos que recogen las
escasas aguas de lluvia, adornados con largas filas verdes, riberas castellanas
de sombra para el descanso, para recobrar anhelos. Filas verdes que señalan los
caminos, con mojones lejanos, espadañas de torres, torres de iglesias
castellanas que en la lejanía vislumbra el viajero.
Según cuentan las crónicas, estas tierras
fueron ocupadas por los vacceos, tribus celtibéricas que se enfrentaron a las
legiones y centurias romanas a las que humillaron consiguiendo evitar el dominio
romano durante muchos años. Ya había entonces en la sangre de estos altivos y
primitivos moradores, orgullo e
intransigencia, semilla castellana paseada en el tiempo de los siglos por el
mundo entero.
Fue Publio Cornelio Escisión Emiliano,
general romano apodado “el Africano”, destructor de Cartago, quien aniquiló
Numancia en el año 133 a.C y rendida por tal motivo Palantia, probable Palencia
actual, capital de Campi Palatini como llamaron los romanos a esta tierras, el
pueblo vacceo perdió su autonomía e independencia.
Comenzó un proceso de romanización, y
estos pobladores se fueron poco a poco integrando con los vencedores,
admitiendo las leyes del pueblo dominador y más tarde, sus costumbres y con
ello su cultura.
Así los vacceos, digo yo, temerosos y
sorprendidos y al mismo tiempo curiosos, probaron las máquinas y artilugios que
los romanos les ofrecieron y entre todos ellos prefirieron lo que llamaban arado y que
nosotros hemos conocido con el sobrenombre de romano. Él ha sido desde
entonces, hasta hace poco tiempo, compañero inseparable de nuestros hombres del
campo, herramienta básica para quebrantar las entrañas de la tierra, una tierra
que aquí ha sido siempre seca y dura.
Conocieron y usaron el “tríbulum” o
trillo, que nuestros mayores bien recuerdan, tabla grande y plana con piedras y
hierros cortantes incrustados para desgranar las espigas de trigo, dando
vueltas, revueltas y más vueltas a la mies que crujía a su paso, en la era,
cuando el sol estaba en lo más alto.
Aprendieron a conservar el grano en silos
bajo tierra o dejando la espiga sin triturar y así, de esta forma, esta región
fue granero de Roma en los tiempos que hablamos y en los de ayer, riqueza y
esplendor de Castilla, hoy es otra cosa.
Las villas señoriales romanas o del “dominus”
fueron muy frecuentes en esta región y para defenderse de los rigores
invernales, se construyeron con un sistema ingenioso de conductos o caños bajo
el pavimento por donde circula aire caliente. Son las denominadas glorias o
trébedes de vigencia todavía hoy en muchas casas castellanas, que alimentadas
con paja y encendidas con manojos de sarmientos, ayudaron a sus gentes, durante
siglos a soportar con agrado la frías y
serenas noches de invierno castellano, noches de cielo raso con fondo oscuro, alfombrado
de diminutas y brillantes estrellas, pálido resplandor de luna llena, presagio
de blanca gélida escarcha al amanecer.
La caída del Imperio Romano de Occidente
en el siglo V dio paso a la invasión de la península por bárbaros del norte y
dicen de nuevo las crónicas que la historia de Tierra de Campos se interrumpió
entonces y esta comarca vio talados sus
campos, arrasadas sus viviendas, destruidas por fuego sus ciudades y pasados a
cuchillo sus moradores.
Durante la dominación visigoda estos campos
de la meseta castellana fueron denominados Campi Ghotorum, Campos Góticos o de
los godos y abandonados en el siglo VII por la retirada de los escasos
habitantes hacia las montañas asturianas por la presión bélica de las tribus
bereberes del Norte de África.
Cuando llegan los árabes a la península,
Tierra de Campos es una región apenas superviviente, todos se han ensañado con
ella, ha pagado tributo por su descarada planicie, sin montañas, sin valles,
sin defensas para sus moradores, siempre sometidos al temor, a la rapiña y
codicia del invasor.
También dicen las crónicas que el primer
rey de la reconquista, Alfonso I dio orden a sus huestes de desertizar y
eremizar aún más estas tierras castellanas. Encontró en este yermo desierto, en
este gran descampado, dominado de soledad y silencio, un valor estratégico, una
barrera defensiva que delataba la presencia de las tropas enemigas mucho antes
de llegar a sus objetivos militares.
Esta meseta castellana de Tierra de Campos
descansó del invasor extranjero a partir del siglo XI, cuando se estableció
definitivamente la línea fronteriza del Duero
frente al moro, y los hechos históricos medievales se fueron sucediendo
en estos mismos escenarios con distintos decorados.
Así la riqueza cerealista de estas tierras
y el movimiento de la reconquista, hizo que pronto en ellas surgieran villas,
poblados, castillos, torres, fortalezas,
templos, catedrales, iglesias y más iglesias, conventos y más conventos y todos
ellos fueron testigos en el tiempo de rivalidades y luchas sangrientas de los
señores que se disputaban su dominio, de cesiones y pactos para fomentar la
guerra o asegurar la paz, de Cortes y de Concilios que atendieron al régimen de
los pueblos y al gobierno de la Iglesia.
Historiadores románticos palentinos dicen
al referirse a Tierra de Campos: “En aquel extenso territorio tuvieron señoríos
los obispos de Palencia, el arzobispo de Toledo y de allí eran solariegos todos
los nobles a los que la fama de sus hechos colocaba al lado de los reyes o al
frente de las mesnadas. Entre los siglos XI al XIII recordamos a los Ansurez, a
los Laras, los Mentález, los Girones, los Sarmientos, los Padillas, los
Tovares, los Manriques, los Manueles, los Ayala, los Castros, los Enríquez y
los Rojas, los Mendozas y los Acuña, los Osorio y otros cien que han tenido allí
sus lugares y castillos, sus iglesias y conventos, que fueron, que han sido
también sus sepulcros”
Y continúa, ¿Qué otra región ostenta
templos visigodos del siglo VII como San
Juan de Baños, monumentos románicos del siglo XI como San Martín de Frómista,
Santa Cruz de Ribas y Santiago de Carrión, iglesias de transición como
Villalcazar de Sirga, Amusco y Astudillo, y puros modelos ojivales como Támara,
Palencia y Rioseco? ¿Dónde si no en esta comarca pueden apreciarse casi de una
sola mirada castillos de origen visigodo como el de Monzón, el de Fuentes de
Valdepero, Ampudia, Montealegre, Belmonte? ¿Quién no siente estímulos por
conocer la renombrada abadía de Husillos, lugar de importantes Concilios en el
siglo XI y panteón de los Ansurez, el priorato de Santa Cruz, panteón de los duques de Nájera, San
Zoilo y Villasirga? ¿Quién ignora que en
los campos de Támara se encontraron los ejércitos castellanos y leoneses y
concluyó aquí la línea de los monarcas de León y adquirió el naciente reino de
Castilla su supremacía?
La historia sigue adelante y en los dos
últimos siglos, Tierra de Campos se encuentra ya apartada hace tiempo del
escenario de la política, de las intrigas, sufre, padece y disfruta, como el resto de las tierras de España.
Pero aquí, el corazón que impulsa la
sangre de esta tierra, el motor que mueve la vida de estos pueblos, ha sido, sigue
siendo, es el cultivo de la tierra, tierra de cereales para grano de secano,
tierra prieta, áspera, reseca y dura la mayor parte de ella, molde de las gentes castellanas.
De tal palo, tal astilla y así sus
gentes, los hombres de este campo, labradores con ascendencia hidalga, han
sido, son, se han hecho tenaces, austeros, codiciosos para el trabajo de la
tierra, a la que piden, a la que exigen, a la que suplican con rogativas que les dé, que les entregue a cambio al
menos, el fruto de su trabajo.
Apenas son mozos, estas gentes comienzan
a trabajar hasta que Dios quiera… y todas las primaveras, cuando la sazón lo
permitía, levantaban la tierra, alzaban los rastrojos apretando fuerte la reja
del arado para penetrar hasta el fondo, para ahondar más la tierra, para hacer
más tierra de la misma tierra, para
hacer barbecho, para conseguir un buen tempero y así, surco tras surco, día
tras día. Y cuando terminaban, volvían a empezar, era lo que llamaban binar,
arar dos veces la misma tierra y, a veces hasta terciaban o tres rejas, eran,
son, algunas tierras las que
Acuarela original de Eladio Torres
piden, las que necesitan más atención, más entrega, como
a veces sucede también con alguno de nuestros hijos.
Cuando el sol perdía el resplandor del
verano y aparecían las nubes y amenazaban las lluvias del otoño, sacaban los
labradores de las paneras los granos
bien guardados del año anterior y, desde las alforjas sembradoras, los
esparcían con cuidado y en justa medida sobre la tierra en la sementera y, se
pedía en silencio al cielo que prendiera, se encerraban las palomas, se
ahuyentaban las aves, alondras, tordos,
se cuidaban los sembrados.
La semilla germina, nace, se defiende de
la escarcha, de la helada, de la sequía, de la excesiva lluvia, del cardo, de
la mala hierba que la oprime. Crece, crece y el campo pardo gris se va haciendo verde y más verde,
exageradamente verde, jaspeado de otros verdes y nacen amapolas rojas,
margaritas blancas, colores azules y violetas, diminutas flores por doquier y
el cierzo, viento norte, mueve y zarandea las mieses con suavidad, a veces con
coraje, y el cielo sigue siendo azul.
Poco a poco, los días se alargan, las
noches se acortan, los campos se calientan, la tierra se seca y reseca, los verdes
son cada vez menos verdes, la campiña palidece y se insinúan los amarillos
cereños de cebadas y trigos, las espigas engordan y los colores dorados
predominan y brillan bajo el sol. La cosecha, el trigo ya casi está en sazón, a punto de ser cortado. Ya
comienzan a llegar los segadores, se cuentan por miles, gentes de otras
tierras, familias enteras, la mayoría de cabello rubio y blanca tez de los
límites galaicos y llegan puntuales a la cita, como tantos años anteriores.
Y es entonces cuando estos campos
nuestros, inmensos campos castellanos, vestidos, coloreados, teñidos de
amarillentas tonalidades, pintados de cien colores distintos, mecidos y acariciados por el viento suave
del anochecer estival, entre dos luces, en silencio, con el murmullo sonoro de
las espigas al rozar, parecen, son, es un mar, mar amarillento castellano, mar
dorado, mar de esperanza, mar de riqueza, mar de Tierra de Campos.
Al alba, con la tenue luz
del amanecer, gentes de templadas y verdes tierras, segadores gallegos, hombres
y mujeres, abandonan el lecho que en la noche la tierra les prestó, doblan sus
cuerpos y encorvados, empiezan en el tajo a trabajar, ganando terreno,
achicando a golpes de hoz el campo de mies, brazada a brazada, con el mismo
ritmo que algunos imponen al remar, como si fueran verdaderos marineros de la
mar. Con la mano izquierda protegida y
la derecha armada con la
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original de Eladio Torres
hoz y con el brazo tenso,
nervudo, cercenaban con certeros golpes
los secos tallos coronados de doradas y gruesas espigas, pepitas de oro, granos
dorados codiciados.
Y al mediodía, cuando más
calienta, continúan trabajando bajo el sol, con grandes sombreros de paja
adornados con alguna cinta de color, reseca la boca, cansado el cuerpo, oliendo
a sudor, a paja cortada, a polvo, siempre a polvo. Ahogados de calor y quemados
de sol siguen trabajando hasta el ocaso, esperando que llegue el nuevo día para
volver a empezar donde lo dejaron ayer, siempre en el tajo, en el mismo corte
de ayer, allí donde la mies, todavía erguida se ofrece sin resistencia, sin
reparos y con deseos se entrega en los brazos del ambicioso, del codicioso
segador. Y poco a poco y mucho a mucho, pues muchos eran los segadores, aquel
arrogante mar amarillento iba entregando, cediendo a golpes de hoz el tesoro
que encerraba, que guardaba. Es entonces cuando estos campos descansan y
alcanzan la tranquilidad y el sosiego de aquellos que ya lo han dado todo, todo
lo que han podido dar, aquellos que ya no tienen nada más que entregar.
A sus espaldas dejan con
ganas lo que fue cama, casa y lo que
todo junto ejerció como cilicio. Allí
queda el rastrojo, no mires hacia atrás, sed, polvo, esfuerzo, sudor, repique
de campanas, angelillos al cielo, ¡qué horror! yo ya no quiero contar más.
Rastrojo ahí te quedas, esperando, cuando te toque, que el labrador con la reja
del arado de nuevo te levante y ya de barbecho con ansia esperarás, en la sementera, la semilla que de
nuevo la vida te dará, siempre ha sido igual, unos terminan, se quedan y otros
empiezan a caminar.
Rosalía de Castro en sus
poesías se lamentaba así, de esta manera:
Castellanos de Castilla
Tratade ben ós gallegos;
Cando van, van como rosas;
Cando vén, vén como negros.
¿Por qué Rosalía, por qué
nos hablas así, por qué nos llamas castellanos de “corazón de ferro”, de “corazón de acero”? No ves que no somos nosotros, no ves que es
esta tierra la que aflige a tus gentes? Es ella la que la que les pide sudor,
esfuerzo, quizá la
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la vida. Y si no, mira aquellos hombres,
de nacimiento labradores, hombres que son nuestros, hombres de estas tierras,
son jóvenes y parecen ya viejos. Sus manos son grandes, fuertes, huesudas,
cansadas de sujetar la esteva del arado.
Mira sus caras arrugadas por el sol, por el viento, por la semilla que no nace,
por el agua que no llega, mira que andar desgarbado tienen, caminan inclinados,
son callados, silenciosos, solitarios; ellos por querer vivir de esta tierra, han pagado también su tributo.
A principios de este siglo
la tranquilidad tradicional de estos campos agrícolas se interrumpe con la
aparición de lo que entonces también llamaban modernidad, flamantes máquinas
que vienen de las industrias del norte, las
famosas segadoras gavilladoras de la firma Ajuria Aranzábal, que arrastradas
por una única mula, de las miles que existían, derribaban la mies a su paso
como no lo hacían muchas cuadrillas juntas, con las hoces en sus manos.
En los años venideros ya no
se veía el alegre paso de las cuadrillas gallegas, en fila india, garbosos,
restregando las suelas de madera de sus botas en las empedradas calzadas de los
pueblos castellanos. Y vinieron más máquinas, beldadoras, sembradoras,
trilladoras y un sinfín de aperos y modernidades y ya las casas no necesitaban
las manos y los esfuerzos de agosteros, temporeros, ni ajustes de anuales
jornaleros.
Antes del alba, como en otros
tiempos sucedía, ya no se reúnen en los soportales de las plazas aquellos hombres
del campo braceros, que alineados unos junto a otros y apoyados en la pared,
esperaban impacientes la llegada de los cachicanes, para ver si a ellos les
tocaba hoy ser señalados con el dedo, ser elegidos para trabajar, aunque fuera
solamente por un día.
Ya no es como antes que
quedaban esperando a otro día sólo los
hombres ya viejos, los quebrantados, los poco dotados para en esfuerzo
corporal. Ahora ha tocado también a los buenos mozos, a todos aquellos que
necesitan trabajar, a todos los que la tierra les daba antes, al menos, el pan
para a los suyos sustentar.
Y muchos desesperados
levantan el brazo en alto empuñando la hoz y otros increpan a sus amos y éstos
desconcertados, les ayudan en lo que pueden. Pero como siempre ha sido, los
días continúan sucediendo a las noches, noches que parecen largas y el tiempo
pasa y va dejando cicatrices en los campos, en las gentes, en las vidas… y todo sigue adelante, siempre adelante y en
ese empeño van, vamos dejando las ilusiones, la juventud, la vida.
Peor fue años más tarde,
cuando aparecieron los tractores, ellos solos, fuera verano, fuera invierno,
lloviera o no lloviera, hiciera sol o no lo hiciera, levantaban la tierra hasta
sus mismas entrañas, con la misma facilidad e independencia que si fuera
rastrojo, barbecho o lo que fuera. Esta tierra de labor indómita, penosa, ha
sido por primera vez vencida, humillada, desgarrada por estas máquinas
atronadoras que rompen el silencio tradicional de los campos y limpiamente lo
hacen sin esfuerzo, sin sudor, sin quebrantos corporales.
Las gentes de estos pueblos
les llamaron traidores, cada uno de ellos trabajaba lo que diez hombres con sus
diez pares de mulas. Y en aquellos campos se comienza a hablar de caballos, de
caballos de vapor, de máquinas de nombres hasta entonces nunca oídos, Massey
Ferguson, Mc Cormik y otros raros y muy desconocidos y el olor a campo fresco
cede paso al olor penetrante del gasoil.
No responden esta máquinas
a la voz de mando como hacían las yuntas de las mulas que tan dócilmente obedecían,
y su manejo requiere otros modos y saber y que muchos hombres, aunque quieren,
no pueden aprender. Tampoco de esta forma pueden continuar, y piden a los
hijos, aquellos que los tienen, que se adiestren en este nuevo entender. Las
rodaduras de los caminos ya no son ni estrechas ni duras como las de los carros
de siempre eran, sino anchas y muy
blandas, con dibujos, como son las
ruedas de caucho.
Casi al mismo tiempo,
aparecen las flamantes cosechadoras, ellas mismas lo hacen todo junto y no
dejan granos en el campo, ni para que las mujeres, como antes, espigaran. Ya no
hace falta segar, ni amontonar la mies en morenas, ni acarrearlas por la noche
a la era, ni trillar, ni aparvar, ni aventar con el bieldo en los atardeceres ventosos, ni llevar el trigo
a la panera. Ya no hace falta nada. Las mulas, que se contaban por miles,
protagonistas principales de estos campos, tan necesarias, tan queridas,
después de estar aquí con nosotros cientos de año, van poco a poco
desapareciendo y con ellas los herreros, carreteros, esquiladores, collereros, herradores, muleros, tratantes, un sinfín de
gentes.
Y callando, sin ruidos,
como se hacen las cosas en esta tierra castellana, muchas, muchas familias
comenzaron el camino de la emigración hacia tierras más al Norte, necesitadas
de manos, como antes lo fue Castilla. Se han redimido de la esclavitud de las
labranzas, pero vuelven, van volviendo contentos a pasar las vacaciones y las
fiestas, a enseñar a sus hijos como es el pueblo de sus padres y si es posible,
a rehabilitar la casa que fue de los abuelos.
Les he contado muchas cosas
de labradores, de tierras y paisajes y no quiero olvidar a otras gentes, prototipos de estas tierras
agrícolas desde los principios conocidos, protagonistas diarios del latir de
estos pueblos.
Hablo de pastores,
ganaderos como dicen de lanar, que recorren todavía incansables los rincones de
estos pagos castellanos. Permanecen como siempre, no han cambiado ni alterado
sus costumbres. Con sus rebaños de ovejas de lana blanca, algunas de lana
negra, como hace tantos años, salen sin rumbo, con la manta a cuadros al
hombro, con sus perros y entre ventosas polvaredas y sudores del fogoso calor,
recorren el campo por linderas, caminos y veredas buscando pasto que apenas
nosotros vemos, pero que alivia a su ganado.
Acuarela original de Eladio Torres
Campos castellanos, veredas
pastoriles alfombradas de polvo, que aquí es más polvo por ser más seco, aquí
nacen en tus lindes, en tus bordes, en los ribazos del camino, los cardos
mesetarios; hostiles y arrogantes cardenchas coronadas de elegantes cabezuelas
violetas, el cardo borriquero con sus abrojos como único fruto, el cardo corredor que mañana cercenado, impulsado por
el viento, loca carrera emprenderá por barbechos y rastrojos, por caminos, sin
rumbo, errante, como otros muchos hacen impulsados por la fuerza de la vida, con un destino incierto, con un
final seguro.
Estas gentes, mitad
pastores, mitad camperos, permanecen horas, días enteros al aire libre, no hay
domingos, no hay festivos y como pequeñas atalayas vivientes, observan y
vigilan cuanto sucede en la llanura, conocen los secretos del campo, los
secretos de la caza, el perdedero de la liebre, la querencia de la perdiz,
hacia dónde volarán las avutardas, hacia dónde lo hará el sisón, dónde la
paloma sucumbió en las garras del gavilán.
Con la gorra negra bien
calada, enfundados en la manta de siempre, impávidos y con la mirada que parece
perdida, aguantan vientos, aguaceros, tormentas y pedrisco, nunca se quejan,
tampoco sonríen, apenas hablan, piensan, sueñan con ovejas, con pastos jugosos,
verdes, Dios sabe en qué. Y cuando el
sol de la mañana está donde acostumbra, extienden en el suelo la manta, echan
mano del zurrón, de la desgastada navaja, es hora de regalar al cuerpo el
crujiente pan de harina blanca amasada sin piedad, dorado en hornos enrojecidos de viejas encinas,
acompañado de gruesas y abultadas rebanadas de queso, del queso que la pastora,
su mujer, con esmero preparó en las noches de invierno. Bocado tras bocado, sobriamente repartido con sus perros de
variopintos pelajes, aligeran la prevención y merman de vino la botija, pues mañana será otro día.
Ellos no se han ido, no
buscan trabajo en el Norte, si más pastores hubiera, más se necesitarían, pero
ya los nuevos, sus hijos, ya no quieren ser. Sus apellidos, a veces repetidos,
les delatan de su procedencia, de su origen pastoril, al gremio al que
pertenecen, desposan entre ellos. Sus casas se sitúan en los alrededores del
pueblo, sus calles las llaman “de las pastoras”, las puertas traseras comunican
con el campo, no tienen tierras, no so propietarios, los propietarios son los
labradores, que tampoco poseen rebaños.
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Ya no se ven viñas en
Tierra de Campos, en poco tiempo se acabaron aquellas alegres manchas, aquellos
verdes conjuntos alineados situados en las laderas frente al sol. También
arriba, en el llano, ancladas, enraizadas en el pardo color de la tierra ¡cómo
destacan¡ y ¡cómo llaman la atención¡ islas verdes recortadas, prisioneras en
verano del coloreado amarillento de los rastrojos que las rodean.
Con qué gusto lAs podaban
en invierno, con qué alegría l as
cavaban en primavera, con qué esfuerzo las cuidaban todo el año. No había antes
casa que no tuviera al menos un majuelo, que así se llaman aquí a las viñas.
Hacían vinos en lagares que guardaban en bodegas, vino joven del año para
ellos, extraído de esa uva que con tanta alegría recogían del majuelo, cuando
Septiembre terminaba.
Pero también para ellos
llegó la modernidad, esta vez disfrazada,
vino envasado, económico, peleón, con sabor a otras tierras, pero ayudaba a
trabajar, acompañaba en los sinsabores, en la alegría. Y con él, con estos
vinos industriales envasados de económico precio, se marcharon poco a poco
aquellos adornos verdes con los que el campo se vestía, se engalanaba en el
verano, aquellos majuelos verdes y con ellos se fueron bodegas, lagares,
bocoyes, cantaras, la alegría de los vendimiadores. Tenía que ser así y así
fue, a veces crecer es perder otras cosas.
Las casas, la mayoría, son
de dos plantas, con entramado de madera, la de debajo de vivienda, la de arriba
de pajar, fachadas con trulla de barro para hacer adobe, el marco de la puerta,
el marco de las ventanas, cenefas revocadas de yeso blanco. En la entrada
algunas tienen zaguán, detrás todas corral, las más grandes con cuadra para las
mulas, portalón, paneras, gallinero, conejera, pocilga, un sinfín. Pero ya
tampoco son así, se han cansado del barro, del adobe, no necesitan pajar,
tampoco cuadras, las prefieren de otra forma, ya no veo lo que yo vi, yo no sé lo que ésto es, también ellas se han
cansado de ser así.
Y tantas cosas más, pero
todavía quería decirles, contarles, para terminar, que en estas tierras nacieron también hombres
con sutileza de mente, genios del arte,
que supieron exteriorizar sus sentimientos en bellos poemas, en bellas pinturas
y esculturas. Hombres del renacimiento español que dejaron en nuestros pueblos
y ciudades huellas evidentes de su buen
hacer y saber, huellas que nosotros hoy disfrutamos y que pretendemos conservar
para las generaciones venideras.
Fue natural de esta comarca
Don Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, escritor de obras en prosa y en verso. El renombrado
poeta Don Jorge Manrique, el mejor cantor de la muerte en la literatura
castellana, era hijo del famoso y aguerrido Don Rodrigo Manrique de Lara, Gran
Maestre de la Orden de Caballería de Santiago, tan famoso y tan valiente, que
llevó las tropas paredeñas hasta los confines de la frontera en la lucha contra
el moro y todavía hoy en día, pueblos que fueron suyos, pueblos de la Sierra de
Alcaraz, llevan su nombre.
Nuestra vidas son los ríos
que van a dar a la mar
que es el morir…
decía el poeta en las
“Coplas a la muerte de su padre” Pero ¿a qué ríos se refería cuando dice que
nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar? Los ríos de su patria, los
de Paredes de Nava, el Retortillo, el Valdeginate, allí donde terminan, allí donde mueren, no es
el mar. O quizá, ¿ es mar aquello que reluce bajo el sol, aquello que se ve
allá a lo lejos? No, no, no es el mar, aunque lo parezca, es la gran hondonada
de Campos, gran depresión de terreno que recoge las aguas invernales y que en
los años lluviosos se acrecienta, se ensancha, se ensancha y parece un mar. Es
la Laguna de la Nava, el Mar de Campos,
inmensa extensión verde primaveral, fresca, de agua limpia, como las navas son,
jugoso tremedal, lujo de Castilla seca, se empeñaron en secarte y al fin lo
consiguieron. ¿Y ahora? ¿A dónde estarán los miles de ovejas que alimentabas, lanas que
tanta fama dieron a las mantas palentinas?
¿A dónde los bueyes que araban
tus tierras, las mulas, los numerosos rebaños de yeguas descendientes de
aquellas otras tan queridas? ¿ Dónde descansarán las grullas y ánades reales de
sus largos viajes invernales desde el
norte, dónde criará el azulón, dónde se
alimentará la garza? Ya no se oyen las sinfonías nocturnas, ronco cantar de los pobladores de esta agua,
que en las serenas y calurosas noches estivales, avisaban a todo el mundo de su
presencia, tal vez de su alegría.
Por la Virgen de Agosto todos los años te quemaban por tus
cuatro costados, ardían los carrizos, las masiegas, las junqueras, las hierbas secas para nuevos
pastos, todo por culpa de los mosquitos, por culpa del paludismo y tus llamas,
dicen los que lo vieron, que alumbraban en la noche y el que resplandor se veía
a muchas leguas, en los pueblos del contorno, durante días y días.
Pero para compensar, en tu
seno se construyeron nuevos pueblos y diste asilo, patria chica y trabajo a
todos aquellos desalojados de las montañas del norte, cuando fueron anegadas
sus tierras, lo contrario de lo que a ti te ocurrió, para construir los pantanos,
para contener las aguas. Sea una cosa por la otra. En estos últimos años se
reparan estos desaciertos ecológicos del pasado y se han recuperado amplios
humedales de las tierras bajas próximas a La Nava y dicen, los que lo han visto, que vuelven
las aves acuáticas y aquello es un vergel, presidido este escenario natural por “ la buena moza de Campos”, imponente torre
de la iglesia de San Pedro de Fuentes de Nava,
punto de orientación en la llanura y atalaya sin fin.
Pero Tierra de Campos ha
sabido engancharse al paso del carro del progreso y desarrollo, aprovechando
también recursos olvidados pertenecientes al pasado, hoy apreciados y
admirados. Nos referimos a los templos, a las iglesias medievales, los
castillos, los conventos con tanta riqueza, a las pinturas, tallas y esculturas
arrinconadas durante tanto tiempo en cuartos y sacristías.
Y así, en los últimos
veinticinco años, se han reconstruido muchas iglesias, conventos y castillos,
se han restaurado retablos, artesonados,
cúpulas, altares, órganos, lienzos, tapices, tallas, rejería, orfebrería y
joyas sin par, y hoy, aún faltando mucho por hacer, Tierra de Campos ofrece al
viajero tesoros artísticos que son parte
de los tesoros del arte de España.
Estos tesoros, aunque
faltan muchos, pues muchos fueron los que se llevaron, los que se perdieron,
son originarios de estas tierras, pues aquí nacieron sus creadores, genios que
ahora son de la Humanidad entera.
Aquí, en estos pueblos
castellanos trabajaron y dejaron muchas de sus obras, el
paredeño maestro universal de la pintura Pedro Berruguete, su hijo
Alonso, escultor, con obras repartidas por muchos lugares españoles, Juan de
Tejerina, Diego de Soto el organero más importante del siglo XVI y su familia,
los grandes músicos De Soto famosos en todas las Cortes de Europa y muchísimos
más y algunos, que sin ser de aquí,
trabajaron y dejaron sus obras artísticas, contratadas las más de las veces por
una iglesia pujante y rica.
Todo ello se encuentra en
Museos, como el Parroquial de Santa Eulalia de Paredes de Nava, el de Santa
María de Becerril de Campos, el de la Catedral y Museo Diocesano de Palencia,
San Facundo y San Primitivo de Cisneros, Villalcazar de Sirga, Carrión de los
Condes y tantos otros que yo desde aquí les invito a visitar.
José Herrero Vallejo