domingo, 4 de febrero de 2024

Dossier Intercatia - José Herrero Vallejo

 En busca de la ciudad perdida de Intercatia - Clicar aquí. José Herrero Vallejo

Este documento recoge las investigaciones y trabajos realizados dirigidos a encontrar la ciudad vaccea de Intercatia (Paredes de Nava, Palencia).





miércoles, 1 de junio de 2016

...y amarillo es el mar

                                       EL  AYER DE TIERRA DE CAMPOS
    

                                                                                                                                                             Acuarela original de Eladio Torres


                                  …y amarillo es el mar

                                                                                                                                 A las  gentes  que  vivieron
                                                                                                                                                        y trabajaron estos  campos

Dicen los castellanos, decimos los castellanos, que Castilla tiene mar. Siempre lo hemos oído contar a poetas y escritores enamorados de estas tierras y también a otros muchos que desde lugares lejanos encontraron en ella motivo de inspiración creadora.

Creo que esto que dicen del mar, debe de ser verdad, porque  si no   ¿Qué es todo aquello que se ve, que se divisa desde el alcor, desde los montículos motanos y solitarios oteros, desde los campanarios, desde las almenas de torres castilliles que jalonan los caminos reales, desde los choritoques  de  los tejados de las casas señoriales? ¿Qué es sino más que un espacio interminable que se confunde con un sinfín de firmamento azul?

Desde el Cristo del Otero, desde Autilla del Pino, desde Villalba de los Alcores, desde el castillo de Montealegre, desde el de Monzón y desde tantas otras atalayas, podemos desde la altura, mirar  hacia lontananza y ver, desde estas costas imaginarias, parte de esta tierra, plana como la palma de la mano, de superficie como la mar desnuda, llanura coloreada de pardos y grises invernales, de amplio y ancho cielo azul, claro, brillante,  con rayos de sol sin tamizar, sin sombras posibles, sin remansos para el frío viento del norte que lame sin cansarse, día a día, esta estepa milenaria que fue bautizada ya hace siglos con el nombre de Tierra de Campos.

Afirman los cronistas que estas tierras ya figuraban oficialmente inscritas con tal nombre en la Crónica General de Alfonso X el Sabio y algunos eruditos, en sus tesis, afirman que el nombre de esta comarca lo toma o procede del llamado río Valderaduey que la atraviesa a lo largo, y éste a su vez del vocablo “aradoy” que en euskera viene a decir Tierra de Campos, pues parece ser que varios siglos antes de Cristo eran tribus vascas las que poblaban estos pagos castellanos.

Sea cierto o no, lo que sí es verdad es que algunos poetas, impresionados porque sus campos visuales abarcaran al mismo tiempo tanta y tanta tierra junta, llenos, pletóricos y hasta cansados de tanta llanura y más llanura, han insinuado que esta región castellana atendería mejor, por derecho natural, por derecho propio, si la llamáramos “campos de tierra”, tierra disputada en los siglos, tierra feraz, tierra de trigo, tierra de pan llevar, tierra de anhelos, tierra de esperanza de lluvia, tierra tan recia como la más, que no ha entregado nunca fruto si no es a cambio de esfuerzo y sudor humano.

En esta comarca, aún siendo la misma, se encuentran sus tierras repartidas entre las provincias castellanas: Palencia la mayor parte y algo para Valladolid, Zamora y León. Por el norte los extremos se encuentran en villas tan ilustres como Carrión de los Condes y Sahagún de Campos, al sur Palencia, su capital, al oriente las orillas del río Pisuerga y al poniente los montes de Torozos que se prolongan por las Tierras de Campiñas hasta Valencia de don Juan, en otros tiempos Coyanza.

Son tierras, como dice el diccionario, áridas, llanas, con escaso arbolado, en las que destacan los sembrados de cereales cultivados en una altura elevada sobre el nivel del mar. Es una llanura que discurre entre páramos, cerros y vallejuelos que recogen las escasas aguas de lluvia, adornados con largas filas verdes, riberas castellanas de sombra para el descanso, para recobrar anhelos. Filas verdes que señalan los caminos, con mojones lejanos, espadañas de torres, torres de iglesias castellanas que en la lejanía vislumbra el viajero.

Según cuentan las crónicas, estas tierras fueron ocupadas por los vacceos, tribus celtibéricas que se enfrentaron a las legiones y centurias romanas a las que humillaron consiguiendo evitar el dominio romano durante muchos años. Ya había entonces en la sangre de estos altivos y primitivos moradores,  orgullo e intransigencia, semilla castellana paseada en el tiempo de los siglos por el mundo entero.

Fue Publio Cornelio Escisión Emiliano, general romano apodado “el Africano”, destructor de Cartago, quien aniquiló Numancia en el año 133 a.C y rendida por tal motivo Palantia, probable Palencia actual, capital de Campi Palatini como llamaron los romanos a esta tierras, el pueblo vacceo perdió su autonomía e independencia.

Comenzó un proceso de romanización, y estos pobladores se fueron poco a poco integrando con los vencedores, admitiendo las leyes del pueblo dominador y más tarde, sus costumbres y con ello su cultura.

Así los vacceos, digo yo, temerosos y sorprendidos y al mismo tiempo curiosos, probaron las máquinas y artilugios que los romanos les ofrecieron y entre todos ellos  prefirieron lo que llamaban arado y que nosotros hemos conocido con el sobrenombre de romano. Él ha sido desde entonces, hasta hace poco tiempo, compañero inseparable de nuestros hombres del campo, herramienta básica para quebrantar las entrañas de la tierra, una tierra que aquí ha sido siempre seca y dura.

Conocieron y usaron el “tríbulum” o trillo, que nuestros mayores bien recuerdan, tabla grande y plana con piedras y hierros cortantes incrustados para desgranar las espigas de trigo, dando vueltas, revueltas y más vueltas a la mies que crujía a su paso, en la era, cuando el sol estaba en lo más alto.

Aprendieron a conservar el grano en silos bajo tierra o dejando la espiga sin triturar y así, de esta forma, esta región fue granero de Roma en los tiempos que hablamos y en los de ayer, riqueza y esplendor de Castilla, hoy es otra cosa.

Las villas señoriales romanas o del “dominus” fueron muy frecuentes en esta región y para defenderse de los rigores invernales, se construyeron con un sistema ingenioso de conductos o caños bajo el pavimento por donde circula aire caliente. Son las denominadas glorias o trébedes de vigencia todavía hoy en muchas casas castellanas, que alimentadas con paja y encendidas con manojos de sarmientos, ayudaron a sus gentes, durante siglos  a soportar con agrado la frías y serenas noches de invierno castellano, noches de cielo raso con fondo oscuro, alfombrado de diminutas y brillantes estrellas, pálido resplandor de luna llena, presagio de blanca gélida escarcha al amanecer.

La caída del Imperio Romano de Occidente en el siglo V dio paso a la invasión de la península por bárbaros del norte y dicen de nuevo las crónicas que la historia de Tierra de Campos se interrumpió entonces y esta comarca vio talados  sus campos, arrasadas sus viviendas, destruidas por fuego sus ciudades y pasados a cuchillo sus moradores.

Durante la dominación visigoda estos campos de la meseta castellana fueron denominados Campi Ghotorum, Campos Góticos o de los godos y abandonados en el siglo VII por la retirada de los escasos habitantes hacia las montañas asturianas por la presión bélica de las tribus bereberes  del Norte de África.

Cuando llegan los árabes a la península, Tierra de Campos es una región apenas superviviente, todos se han ensañado con ella, ha pagado tributo por su descarada planicie, sin montañas, sin valles, sin defensas para sus moradores, siempre sometidos al temor, a la rapiña y codicia del invasor.

También dicen las crónicas que el primer rey de la reconquista, Alfonso I dio orden a sus huestes de desertizar y eremizar aún más estas tierras castellanas. Encontró en este yermo desierto, en este gran descampado, dominado de soledad y silencio, un valor estratégico, una barrera defensiva que delataba la presencia de las tropas enemigas mucho antes de llegar a sus objetivos militares.

Esta meseta castellana de Tierra de Campos descansó del invasor extranjero a partir del siglo XI, cuando se estableció definitivamente la línea fronteriza del Duero  frente al moro, y los hechos históricos medievales se fueron sucediendo en estos mismos escenarios con distintos decorados.

Así la riqueza cerealista de estas tierras y el movimiento de la reconquista, hizo que pronto en ellas surgieran villas, poblados, castillos, torres,  fortalezas, templos, catedrales, iglesias y más iglesias, conventos y más conventos y todos ellos fueron testigos en el tiempo de rivalidades y luchas sangrientas de los señores que se disputaban su dominio, de cesiones y pactos para fomentar la guerra o asegurar la paz, de Cortes y de Concilios que atendieron al régimen de los pueblos y al gobierno de la Iglesia.

Historiadores románticos palentinos dicen al referirse a Tierra de Campos: “En aquel extenso territorio tuvieron señoríos los obispos de Palencia, el arzobispo de Toledo y de allí eran solariegos todos los nobles a los que la fama de sus hechos colocaba al lado de los reyes o al frente de las mesnadas. Entre los siglos XI al XIII recordamos a los Ansurez, a los Laras, los Mentález, los Girones, los Sarmientos, los Padillas, los Tovares, los Manriques, los Manueles, los Ayala, los Castros, los Enríquez y los Rojas, los Mendozas y los Acuña, los Osorio y otros cien que han tenido allí sus lugares y castillos, sus iglesias y conventos, que fueron, que han sido también sus sepulcros”

Y continúa, ¿Qué otra región ostenta templos  visigodos del siglo VII como San Juan de Baños, monumentos románicos del siglo XI como San Martín de Frómista, Santa Cruz de Ribas y Santiago de Carrión, iglesias de transición como Villalcazar de Sirga, Amusco y Astudillo, y puros modelos ojivales como Támara, Palencia y Rioseco? ¿Dónde si no en esta comarca pueden apreciarse casi de una sola mirada castillos de origen visigodo como el de Monzón, el de Fuentes de Valdepero, Ampudia, Montealegre, Belmonte? ¿Quién no siente estímulos por conocer la renombrada abadía de Husillos, lugar de importantes Concilios en el siglo XI y panteón de los Ansurez, el priorato de Santa Cruz, panteón de los duques de Nájera, San Zoilo y Villasirga?  ¿Quién ignora que en los campos de Támara se encontraron los ejércitos castellanos y leoneses y concluyó aquí la línea de los monarcas de León y adquirió el naciente reino de Castilla su supremacía?

La historia sigue adelante y en los dos últimos siglos, Tierra de Campos se encuentra ya apartada hace tiempo del escenario de la política, de las intrigas, sufre, padece y disfruta, como  el resto de las tierras de España.

Pero aquí, el corazón que impulsa la sangre de esta tierra, el motor que mueve la vida de estos pueblos, ha sido, sigue siendo, es el cultivo de la tierra, tierra de cereales para grano de secano, tierra prieta, áspera, reseca y dura la mayor parte  de ella, molde de las gentes castellanas.

De tal palo, tal astilla y así sus gentes, los hombres de este campo, labradores con ascendencia hidalga, han sido, son, se han hecho tenaces, austeros, codiciosos para el trabajo de la tierra, a la que piden, a la que exigen, a la que suplican con rogativas  que les dé, que les entregue a cambio al menos, el fruto de su trabajo.

Apenas son mozos, estas gentes comienzan a trabajar hasta que Dios quiera… y todas las primaveras, cuando la sazón lo permitía, levantaban la tierra, alzaban los rastrojos apretando fuerte la reja del arado para penetrar hasta el fondo, para ahondar más la tierra, para hacer más tierra de la  misma tierra, para hacer barbecho, para conseguir un buen tempero y así, surco tras surco, día tras día. Y cuando terminaban, volvían a empezar, era lo que llamaban binar, arar dos veces la misma tierra y, a veces hasta terciaban o tres rejas, eran, son, algunas tierras las que  


                                                                                                                    Acuarela original  de  Eladio Torres  

piden, las  que necesitan más atención, más entrega, como a veces sucede también con alguno de nuestros hijos.

Cuando el sol perdía el resplandor del verano y aparecían las nubes y amenazaban las lluvias del otoño, sacaban los labradores de las paneras  los granos bien guardados del año anterior y, desde las alforjas sembradoras, los esparcían con cuidado y en justa medida sobre la tierra en la sementera y, se pedía en silencio al cielo que prendiera, se encerraban las palomas, se ahuyentaban las aves,  alondras, tordos, se cuidaban los sembrados.

La semilla germina, nace, se defiende de la escarcha, de la helada, de la sequía, de la excesiva lluvia, del cardo, de la mala hierba que la oprime. Crece, crece y el campo  pardo gris se va haciendo verde y más verde, exageradamente verde, jaspeado de otros verdes y nacen amapolas rojas, margaritas blancas, colores azules y violetas, diminutas flores por doquier y el cierzo, viento norte, mueve y zarandea las mieses con suavidad, a veces con coraje, y el cielo sigue siendo azul.
 
Poco a poco, los días se alargan, las noches se acortan, los campos se calientan, la tierra se seca y reseca, los verdes son cada vez menos verdes, la campiña palidece y se insinúan los amarillos cereños de cebadas y trigos, las espigas engordan y los colores dorados predominan y brillan bajo el sol. La cosecha, el trigo ya casi está  en sazón, a punto de ser cortado. Ya comienzan a llegar los segadores, se cuentan por miles, gentes de otras tierras, familias enteras, la mayoría de cabello rubio y blanca tez de los límites galaicos y llegan puntuales a la cita, como tantos años anteriores.

Y es entonces cuando estos campos nuestros, inmensos campos castellanos, vestidos, coloreados, teñidos de amarillentas tonalidades, pintados de cien colores distintos, mecidos y acariciados por el viento suave del anochecer estival, entre dos luces, en silencio, con el murmullo sonoro de las espigas al rozar, parecen, son, es un mar, mar amarillento castellano, mar dorado, mar de esperanza, mar de riqueza, mar de Tierra de Campos.

Al alba, con la tenue luz del amanecer, gentes de templadas y verdes tierras, segadores gallegos, hombres y mujeres, abandonan el lecho que en la noche la tierra les prestó, doblan sus cuerpos y encorvados, empiezan en el tajo a trabajar, ganando terreno, achicando a golpes de hoz el campo de mies, brazada a brazada, con el mismo ritmo que algunos imponen al remar, como si fueran verdaderos marineros de la mar. Con la mano  izquierda  protegida y  la derecha  armada con la 



                                                                                                       Acuarela original de Eladio Torres

hoz y con el brazo tenso, nervudo,  cercenaban con certeros golpes los secos tallos coronados de doradas y gruesas espigas, pepitas de oro, granos dorados codiciados.

Y al mediodía, cuando más calienta, continúan trabajando bajo el sol, con grandes sombreros de paja adornados con alguna cinta de color, reseca la boca, cansado el cuerpo, oliendo a sudor, a paja cortada, a polvo, siempre a polvo. Ahogados de calor y quemados de sol siguen trabajando hasta el ocaso, esperando que llegue el nuevo día para volver a empezar donde lo dejaron ayer, siempre en el tajo, en el mismo corte de ayer, allí donde la mies, todavía erguida se ofrece sin resistencia, sin reparos y con deseos se entrega en los brazos del ambicioso, del codicioso segador. Y poco a poco y mucho a mucho, pues muchos eran los segadores, aquel arrogante mar amarillento iba entregando, cediendo a golpes de hoz el tesoro que encerraba, que guardaba. Es entonces cuando estos campos descansan y alcanzan la tranquilidad y el sosiego de aquellos que ya lo han dado todo, todo lo que han podido dar, aquellos que ya no tienen nada más que entregar.

A sus espaldas dejan con ganas lo que fue cama, casa y  lo que todo junto ejerció  como cilicio. Allí queda el rastrojo, no mires hacia atrás, sed, polvo, esfuerzo, sudor, repique de campanas, angelillos al cielo, ¡qué horror! yo ya no quiero contar más. Rastrojo ahí te quedas, esperando, cuando te toque, que el labrador con la reja del arado de nuevo te levante y ya de barbecho con ansia  esperarás, en la sementera, la semilla que de nuevo la vida te dará, siempre ha sido igual, unos terminan, se quedan y otros empiezan a caminar.

Rosalía de Castro en sus poesías se lamentaba así, de esta manera:


Castellanos de Castilla
Tratade ben ós gallegos;
Cando van, van como rosas;
Cando vén, vén como negros.

¿Por qué Rosalía, por qué nos hablas así, por qué nos llamas castellanos de “corazón de ferro”, de  “corazón de acero”?  No ves que no somos nosotros, no ves que es esta tierra la que aflige a tus gentes? Es ella la que la que les pide sudor, esfuerzo, quizá la

Acuarela original de Eladio Torres
                                   

la vida. Y si no, mira aquellos hombres, de nacimiento labradores, hombres que son nuestros, hombres de estas tierras, son jóvenes y parecen ya viejos. Sus manos son grandes, fuertes, huesudas, cansadas de sujetar la esteva  del arado. Mira sus caras arrugadas por el sol, por el viento, por la semilla que no nace, por el agua que no llega, mira que andar desgarbado tienen, caminan inclinados, son callados, silenciosos, solitarios; ellos por querer vivir de esta tierra,  han pagado también su tributo.

A principios de este siglo la tranquilidad tradicional de estos campos agrícolas se interrumpe con la aparición de lo que entonces también llamaban modernidad, flamantes máquinas que vienen  de las industrias del norte, las famosas segadoras gavilladoras de la firma Ajuria Aranzábal, que arrastradas por una única mula, de las miles que existían, derribaban la mies a su paso como no lo hacían muchas cuadrillas juntas, con las hoces en sus manos.

En los años venideros ya no se veía el alegre paso de las cuadrillas gallegas, en fila india, garbosos, restregando las suelas de madera de sus botas en las empedradas calzadas de los pueblos castellanos. Y vinieron más máquinas, beldadoras, sembradoras, trilladoras y un sinfín de aperos y modernidades y ya las casas no necesitaban las manos y los esfuerzos de agosteros, temporeros, ni ajustes de anuales jornaleros.

Antes del alba, como en otros tiempos sucedía, ya no se reúnen en los soportales de las plazas aquellos hombres del campo braceros, que alineados unos junto a otros y apoyados en la pared, esperaban impacientes la llegada de los cachicanes, para ver si a ellos les tocaba hoy ser señalados con el dedo, ser elegidos para trabajar, aunque fuera solamente por un día.

Ya no es como antes que quedaban  esperando a otro día sólo los hombres ya viejos, los quebrantados, los poco dotados para en esfuerzo corporal. Ahora ha tocado también a los buenos mozos, a todos aquellos que necesitan trabajar, a todos los que la tierra les daba antes, al menos, el pan para a los suyos sustentar.

Y muchos desesperados levantan el brazo en alto empuñando la hoz y otros increpan a sus amos y éstos desconcertados, les ayudan en lo que pueden. Pero como siempre ha sido, los días continúan sucediendo a las noches, noches que parecen largas y el tiempo pasa y va dejando cicatrices en los campos, en las gentes, en las vidas…  y todo sigue adelante, siempre adelante y en ese empeño van, vamos dejando las ilusiones, la juventud, la vida.

Peor fue años más tarde, cuando aparecieron los tractores, ellos solos, fuera verano, fuera invierno, lloviera o no lloviera, hiciera sol o no lo hiciera, levantaban la tierra hasta sus mismas entrañas, con la misma facilidad e independencia que si fuera rastrojo, barbecho o lo que fuera. Esta tierra de labor indómita, penosa, ha sido por primera vez vencida, humillada, desgarrada por estas máquinas atronadoras que rompen el silencio tradicional de los campos y limpiamente lo hacen sin esfuerzo, sin sudor, sin quebrantos corporales.

Las gentes de estos pueblos les llamaron traidores, cada uno de ellos trabajaba lo que diez hombres con sus diez pares de mulas. Y en aquellos campos se comienza a hablar de caballos, de caballos de vapor, de máquinas de nombres hasta entonces nunca oídos, Massey Ferguson, Mc Cormik y otros raros y muy desconocidos y el olor a campo fresco cede paso al olor penetrante del gasoil.

No responden esta máquinas a la voz de mando como hacían las yuntas de las mulas que tan dócilmente obedecían, y su manejo requiere otros modos y saber y que muchos hombres, aunque quieren, no pueden aprender. Tampoco de esta forma pueden continuar, y piden a los hijos, aquellos que los tienen, que se adiestren en este nuevo entender. Las rodaduras de los caminos ya no son ni estrechas ni duras como las de los carros de siempre eran, sino  anchas y muy blandas, con dibujos, como son  las ruedas de caucho.

Casi al mismo tiempo, aparecen las flamantes cosechadoras, ellas mismas lo hacen todo junto y no dejan granos en el campo, ni para que las mujeres, como antes, espigaran. Ya no hace falta segar, ni amontonar la mies en morenas, ni acarrearlas por la noche a la era, ni trillar, ni aparvar, ni aventar con el bieldo  en los atardeceres ventosos, ni llevar el trigo a la panera. Ya no hace falta nada. Las mulas, que se contaban por miles, protagonistas principales de estos campos, tan necesarias, tan queridas, después de estar aquí con nosotros cientos de año, van poco a poco desapareciendo y con ellas los herreros, carreteros, esquiladores, collereros,  herradores, muleros, tratantes, un sinfín de gentes.

Y callando, sin ruidos, como se hacen las cosas en esta tierra castellana, muchas, muchas familias comenzaron el camino de la emigración hacia tierras más al Norte, necesitadas de manos, como antes lo fue Castilla. Se han redimido de la esclavitud de las labranzas, pero vuelven, van volviendo contentos a pasar las vacaciones y las fiestas, a enseñar a sus hijos como es el pueblo de sus padres y si es posible, a rehabilitar la casa que fue de los abuelos.

Les he contado muchas cosas de labradores, de tierras y paisajes y no quiero olvidar a  otras gentes, prototipos de estas tierras agrícolas desde los principios conocidos, protagonistas diarios del latir de estos pueblos.

Hablo de pastores, ganaderos como dicen de lanar, que recorren todavía incansables los rincones de estos pagos castellanos. Permanecen como siempre, no han cambiado ni alterado sus costumbres. Con sus rebaños de ovejas de lana blanca, algunas de lana negra, como hace tantos años, salen sin rumbo, con la manta a cuadros al hombro, con sus perros y entre ventosas polvaredas y sudores del fogoso calor, recorren el campo por linderas, caminos y veredas buscando pasto que apenas nosotros vemos, pero que alivia a su ganado.



                                                                                                                                                Acuarela original de Eladio Torres

Campos castellanos, veredas pastoriles alfombradas de polvo, que aquí es más polvo por ser más seco, aquí nacen en tus lindes, en tus bordes, en los ribazos del camino, los cardos mesetarios; hostiles y arrogantes cardenchas coronadas de elegantes cabezuelas violetas, el cardo borriquero con sus abrojos como único fruto, el cardo  corredor que mañana cercenado, impulsado por el viento, loca carrera emprenderá por barbechos y rastrojos, por caminos, sin rumbo, errante, como otros muchos hacen impulsados por la fuerza de la  vida, con un destino incierto, con un final   seguro.

Estas gentes, mitad pastores, mitad camperos, permanecen horas, días enteros al aire libre, no hay domingos, no hay festivos y como pequeñas atalayas vivientes, observan y vigilan cuanto sucede en la llanura, conocen los secretos del campo, los secretos de la caza, el perdedero de la liebre, la querencia de la perdiz, hacia dónde volarán las avutardas, hacia dónde lo hará el sisón, dónde la paloma sucumbió en las garras del gavilán.

Con la gorra negra bien calada, enfundados en la manta de siempre, impávidos y con la mirada que parece perdida, aguantan vientos, aguaceros, tormentas y pedrisco, nunca se quejan, tampoco sonríen, apenas hablan, piensan, sueñan con ovejas, con pastos jugosos, verdes, Dios sabe en qué. Y  cuando el sol de la mañana está donde acostumbra, extienden en el suelo la manta, echan mano del zurrón, de la desgastada navaja, es hora de regalar al cuerpo el crujiente pan de harina blanca amasada sin piedad, dorado en  hornos enrojecidos de viejas encinas, acompañado de gruesas y abultadas rebanadas de queso, del queso que la pastora, su mujer, con esmero preparó en las noches de invierno. Bocado  tras bocado, sobriamente repartido con  sus perros de  variopintos pelajes, aligeran la prevención y merman de vino  la botija, pues mañana será otro día.   

Ellos no se han ido, no buscan trabajo en el Norte, si más pastores hubiera, más se necesitarían, pero ya los nuevos, sus hijos, ya no quieren ser. Sus apellidos, a veces repetidos, les delatan de su procedencia, de su origen pastoril, al gremio al que pertenecen, desposan entre ellos. Sus casas se sitúan en los alrededores del pueblo, sus calles las llaman “de las pastoras”, las puertas traseras comunican con el campo, no tienen tierras, no so propietarios, los propietarios son los labradores, que tampoco poseen rebaños.
                                                                                                                                                            

                                                                     Acuarela original de  Eladio Torres

Ya no se ven viñas en Tierra de Campos, en poco tiempo se acabaron aquellas alegres manchas, aquellos verdes conjuntos alineados situados en las laderas frente al sol. También arriba, en el llano, ancladas, enraizadas en el pardo color de la tierra ¡cómo destacan¡ y ¡cómo llaman la atención¡ islas verdes recortadas, prisioneras en verano del coloreado amarillento de los rastrojos que las rodean.

Con qué gusto lAs podaban en invierno, con qué alegría l       as cavaban en primavera, con qué esfuerzo las cuidaban todo el año. No había antes casa que no tuviera al menos un majuelo, que así se llaman aquí a las viñas. Hacían vinos en lagares que guardaban en bodegas, vino joven del año para ellos, extraído de esa uva que con tanta alegría recogían del majuelo, cuando Septiembre terminaba.

Pero también para ellos llegó la modernidad,  esta vez disfrazada, vino envasado, económico, peleón, con sabor a otras tierras, pero ayudaba a trabajar, acompañaba en los sinsabores, en la alegría. Y con él, con estos vinos industriales envasados de económico precio, se marcharon poco a poco aquellos adornos verdes con los que el campo se vestía, se engalanaba en el verano, aquellos majuelos verdes y con ellos se fueron bodegas, lagares, bocoyes, cantaras, la alegría de los vendimiadores. Tenía que ser así y así fue, a veces crecer es perder otras cosas.

Las casas, la mayoría, son de dos plantas, con entramado de madera, la de debajo de vivienda, la de arriba de pajar, fachadas con trulla de barro para hacer adobe, el marco de la puerta, el marco de las ventanas, cenefas revocadas de yeso blanco. En la entrada algunas tienen zaguán, detrás todas corral, las más grandes con cuadra para las mulas, portalón, paneras, gallinero, conejera, pocilga, un sinfín. Pero ya tampoco son así, se han cansado del barro, del adobe, no necesitan pajar, tampoco cuadras, las prefieren de otra forma, ya no veo lo que yo vi,  yo no sé lo que ésto es, también ellas se han cansado de ser así.

Y tantas cosas más, pero todavía quería decirles, contarles, para terminar,  que en estas tierras nacieron también hombres con sutileza de mente,  genios del arte, que supieron exteriorizar sus sentimientos en bellos poemas, en bellas pinturas y esculturas. Hombres del renacimiento español que dejaron en nuestros pueblos y ciudades  huellas evidentes de su buen hacer y saber, huellas que nosotros hoy disfrutamos y que pretendemos conservar para las generaciones venideras.

Fue natural de esta comarca Don Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, escritor de  obras en prosa y en verso. El renombrado poeta Don Jorge Manrique, el mejor cantor de la muerte en la literatura castellana, era hijo del famoso y aguerrido Don Rodrigo Manrique de Lara, Gran Maestre de la Orden de Caballería de Santiago, tan famoso y tan valiente, que llevó las tropas paredeñas hasta los confines de la frontera en la lucha contra el moro y todavía hoy en día, pueblos que fueron suyos, pueblos de la Sierra de Alcaraz, llevan su nombre.

Nuestra vidas son los ríos
que van a dar a la mar
que es el morir…

decía el poeta en las “Coplas a la muerte de su padre” Pero ¿a qué ríos se refería cuando dice que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar? Los ríos de su patria, los de Paredes de Nava, el Retortillo, el Valdeginate,  allí donde terminan, allí donde mueren, no es el mar. O quizá, ¿ es mar aquello que reluce bajo el sol, aquello que se ve allá a lo lejos? No, no, no es el mar, aunque lo parezca, es la gran hondonada de Campos, gran depresión de terreno que recoge las aguas invernales y que en los años lluviosos se acrecienta, se ensancha, se ensancha y parece un mar. Es la  Laguna de la Nava, el Mar de Campos, inmensa extensión verde primaveral, fresca, de agua limpia, como las navas son, jugoso tremedal, lujo de Castilla seca, se empeñaron en secarte y al fin lo consiguieron. ¿Y ahora? ¿A dónde estarán los  miles de ovejas que alimentabas, lanas que tanta fama dieron a las mantas palentinas?    ¿A dónde los bueyes que araban tus tierras, las mulas, los numerosos rebaños de yeguas descendientes de aquellas otras tan queridas? ¿ Dónde descansarán las grullas y ánades reales de sus largos viajes  invernales desde el norte, dónde criará el azulón,  dónde se alimentará la garza? Ya no se oyen las sinfonías nocturnas,  ronco cantar de los pobladores de esta agua, que en las serenas y calurosas noches estivales, avisaban a todo el mundo de su presencia, tal vez de su alegría.

     Por la Virgen de Agosto todos los años te quemaban por tus cuatro costados, ardían los carrizos, las masiegas,  las junqueras, las hierbas secas para nuevos pastos, todo por culpa de los mosquitos, por culpa del paludismo y tus llamas, dicen los que lo vieron, que alumbraban en la noche y el que resplandor se veía a muchas leguas, en los pueblos del contorno, durante días y días.

Pero para compensar, en tu seno se construyeron nuevos pueblos y diste asilo, patria chica y trabajo a todos aquellos desalojados de las montañas del norte, cuando fueron anegadas sus tierras, lo contrario de lo que a ti te ocurrió, para construir los pantanos, para contener las aguas. Sea una cosa por la otra. En estos últimos años se reparan estos desaciertos ecológicos del pasado y se han recuperado amplios humedales de las tierras bajas próximas a La Nava  y dicen, los que lo han visto, que vuelven las aves acuáticas y aquello es un vergel, presidido este escenario natural por  “ la buena moza de Campos”, imponente torre de la iglesia de San Pedro de Fuentes de Nava,  punto de orientación en la llanura y atalaya sin fin.

Pero Tierra de Campos ha sabido engancharse al paso del carro del progreso y desarrollo, aprovechando también recursos olvidados pertenecientes al pasado, hoy apreciados y admirados. Nos referimos a los templos, a las iglesias medievales, los castillos, los conventos con tanta riqueza, a las pinturas, tallas y esculturas arrinconadas durante tanto tiempo en cuartos y sacristías.

Y así, en los últimos veinticinco años, se han reconstruido muchas iglesias, conventos y castillos, se han  restaurado retablos, artesonados, cúpulas, altares, órganos, lienzos, tapices, tallas, rejería, orfebrería y joyas sin par, y hoy, aún faltando mucho por hacer, Tierra de Campos ofrece al viajero tesoros artísticos que son  parte de los tesoros del arte de España.

Estos tesoros, aunque faltan muchos, pues muchos fueron los que se llevaron, los que se perdieron, son originarios de estas tierras, pues aquí nacieron sus creadores, genios que ahora son de la Humanidad entera.

Aquí, en estos pueblos castellanos trabajaron y dejaron muchas de sus obras,  el  paredeño maestro universal de la pintura Pedro Berruguete, su hijo Alonso, escultor, con obras repartidas por muchos lugares españoles, Juan de Tejerina, Diego de Soto el organero más importante del siglo XVI y su familia, los grandes músicos De Soto famosos en todas las Cortes de Europa y muchísimos más y algunos, que sin ser  de aquí, trabajaron y dejaron sus obras artísticas, contratadas las más de las veces por una iglesia pujante y rica.

Todo ello se encuentra en Museos, como el Parroquial de Santa Eulalia de Paredes de Nava, el de Santa María de Becerril de Campos, el de la Catedral y Museo Diocesano de Palencia, San Facundo y San Primitivo de Cisneros, Villalcazar de Sirga, Carrión de los Condes y tantos otros que yo desde aquí les invito a visitar.

                                                         José Herrero Vallejo

martes, 31 de mayo de 2016

Girasoles en Tierra de Campos


GIRASOLES EN TIERRA DE CAMPOS
                                                                 a mi hija Carmela
Los girasoles no son de aquí, nunca antes estos cultivos se conocieron en las tierras labrantías de esta laboriosa comarca de Tierra de Campos, cuya  única vocación ha sido siempre ser granero de la vieja Castilla.
Fotografía Araceli Infante Castellanos.
 Dicen que llegaron a estos campos por necesidad. Los labradores que los cultivaban, recibían por ellos ayudas económicas, subvenciones y por eso fueron tan bien recibidos, como si realmente su siembra les  trajera   un pan debajo de cada  brazo.
 La siembra era tardía, se ponían las semillas bajo tierra cuando ya los cereales  estaban bien nacidos, cuando ya apenas quedaban lluvias por caer, cuando los días ya eran más largos  y ellos, sin embargo, comenzaban a germinar. Y para aprovechar, los agricultores siempre los sembraban  en las tierras labrantías que  destinaban, antes de que los girasoles llegaran, a permanecer desnudas y vacías durante el largo verano mostrando lo pardo, lo seco, lo tosco de sus barbechos polvorientos.
Crecían con tal fuerza y  tenían tantas ganas  de vivir, que en poco tiempo pasaban en altura a todo lo que les rodeaba. Eran de porte fino y elegante, se adornaban con grandes hojas verdes y su cuerpo era fuerte y robusto, y cuando al atardecer llegaba el viento norte, apenas se movían, no se doblegaban, como lo hacían los trigos ante esta fuerza natural que durante siglos,  ha ejercido aquí su poderío.
 Me gustaban porque su verde color oscuro contrastaba  con los   verdes suaves de los trigales en flor, y sus grandes hojas parecían que flotaban cuando el viento las movía. Pero lo mejor era cuando cumplidos sus días, los girasoles  se rompían por la cabezuela y aparecían amarillentas flores, que  en muy poco tiempo se hacían grandes y redondas. Era entonces un lujo  ver que aquellas descarnadas laderas, aquellos pedregosos páramos, aquellos interminables llanos estaban ahora, en pleno verano,  vestidos y enjoyados,  avivados de jugosos y chillones colores,  pintados de amarillos y  verdes  entreverados como si la tierra se hubiera vestido de fiesta, como si todos los días fueran domingo, como si alguien importante hubiera anunciado su visita. 
Y a lo lejos, aquellas manchas de girasoles parecían ejércitos multicolores, batallones de soldados  colocados en la llanura, unos detrás de otros, fijos, inmóviles e impecablemente alineados, mirando hacia arriba, al mediodía, hacia el brillante cielo azul, con sus caras grandes y redondas coronadas de pétalos amarillos.
Y cuando el sol de la tarde iba buscando su camino, y allá a lo lejos, en los terrenos de poniente, se perdía, millones de girasoles, todos a una, como si de una orden se tratara, giraban  suavemente sus cabezas,  y cegados de rojo resplandor, contemplaban a su sol partir 
 Y necesitados de mas  luz, y mas calor, lo perseguían con sus caras redondas sin cesar, y lo acompañaban por donde quisiera que él fuera, fascinados por la amarillenta  energía que les nutría de vida . 
 Y así, hasta que viejos y cansados, sin pétalos amarillos, arruinados, esperaban cabizbajos y y resignados, entregar sus frutos , ya maduros, de tanta luz, de tanto sol.
 Cuando los girasoles no estaban, el estío parecía todavía más estío, más sofocante y el vientoo era  más seco y ceñudo,  y el color pajizo y agarbanzado de los rastrojos, dominaba por doquier. 
Pero Castilla es así y  su belleza ha sido siempre la claridad de sus azulados cielos, la violencia de sus soles, la armonía de sus colores, la desnudez de sus campos, lo áspero y polvoriento de sus tierras, el esfuerzo y el sudor de su trabajo...
A muchos nos gustaban los girasoles, aunque fueran forasteros.

                                                                                      
    José Herrero Vallejo.




lunes, 30 de mayo de 2016

Mayas de mayo

MAYAS  DE  MAYO
                                                                                     
                                                                   a los que entonces eran  niños
                                                                                        
Alrededor de estos pueblos de Tierra de Campos, en las cercas, en las proximidades de sus casas,  se encuentran las eras, esos espacios de terreno de pequeñas dimensiones, firmes y limpios, cubiertos de suave hierba, de superficie lisa y cuidada, que cuentan, a veces, con una pequeña construcción de adobe, con puerta rústica, de gran utilidad, en otros tiempos.

Todos los labradores de aquellas épocas, poseían una era, y era allí, en la propia era, donde pasaban el verano con trabajos, sudores y alegrías. Hasta allí acarreaban la mies en aquellos carros grandes y panzudos, armados y con mallas, mies  que amontonada en los campos de rastrojo,  esperaba su llegada. Con aquellos "garios" de palo largo en sus manos, y ayudados de fuerza bruta, la cargaban y  trillaban, hasta desprender de la espiga, el grano dorado, tan querido ,            


Acuarela original de Eladio Torres. Trabajos en la era de recolección de la cosecha.


Cuando todo aquel ajetreo  terminaba, y llegaba la tranquilidad a los campos, las gentes, los pueblos y también  la era descansaba, y poco a poco, recobraba  su antigua semblanza, y se reverdecía de nuevo con el verde  de las aguas invernales,  y en su descanso, era visitada por curiosos tordos  y palomas, y algunas veces,  hasta pastaban en ella  los rebaños de ovejas.

Aquel aterciopelado verde de la era, viciado de fríos y soles y suavizado de primavera, a finales de abril y primeros de mayo, de la noche a la mañana, se ve sorprendida por el silvestre brotar  de diminutas y hermosas flores blanquecinas, las mayas, las flores de las eras, las flores de mayo y, decían entonces, que ya la era, mayeaba. De pétalos blanquecinos y corola blanca, adornada de rojo, de centro amarillento y  olor a primavera,, en desorden y plena libertad, en pequeños corros, adornaban  la era, margaritas mayuelas para la Virgen. A veces, eran tantas, que la era parecía que había sido cubierta con un gran mantel blanco, y los niños, atraídos por esta novedad, acudían a ella, y algunos, en juego infantil, arrancaban uno a uno sus pétalos, intentando conocer, al finalizar, respuesta a  algunas de sus preguntas. Y allí, con mucha paciencia, cortaban con rabo largo cada una de ellas y formando pequeños ramilletes, aquellas cuadrillas de muchachos se dirigían, con alborozo, al pequeño altar que en la plaza de su barrio habían construido,  presidido por una rústica cruz armada con algunos palos, la cruz de mayo.

   Esa era la Fiesta de la Cruz de Mayo en muchos de nuestros pueblos castellanos, donde una flor, sencilla y vistosa, de pequeño porte y blanquecino cuerpo, la primera en florecer, era el regalo que niños y niñas  de aquellas épocas, hacían a la Virgen, en el mes de las flores, el mes de mayo.


José Herrero Vallejo