GIRASOLES EN TIERRA DE CAMPOS
a mi hija Carmela
Los girasoles no son de aquí, nunca antes
estos cultivos se conocieron en las tierras labrantías de esta laboriosa comarca
de Tierra de Campos, cuya única vocación
ha sido siempre ser granero de la vieja Castilla.
Fotografía Araceli Infante Castellanos. |
La
siembra era tardía, se ponían las semillas bajo tierra cuando ya los
cereales estaban bien nacidos, cuando ya
apenas quedaban lluvias por caer, cuando los días ya eran más largos y ellos, sin embargo, comenzaban a germinar.
Y para aprovechar, los agricultores siempre los sembraban en las tierras labrantías que destinaban, antes de que los girasoles
llegaran, a permanecer desnudas y vacías durante el largo verano mostrando lo
pardo, lo seco, lo tosco de sus barbechos polvorientos.
Crecían con tal fuerza y tenían tantas ganas de vivir, que en poco tiempo pasaban en
altura a todo lo que les rodeaba. Eran de porte fino y elegante, se adornaban
con grandes hojas verdes y su cuerpo era fuerte y robusto, y cuando al atardecer
llegaba el viento norte, apenas se movían, no se doblegaban, como lo hacían los
trigos ante esta fuerza natural que durante siglos, ha ejercido aquí su poderío.
Me
gustaban porque su verde color oscuro contrastaba con los
verdes suaves de los trigales en flor, y sus grandes hojas parecían que
flotaban cuando el viento las movía. Pero lo mejor era cuando cumplidos sus días,
los girasoles se rompían por la
cabezuela y aparecían amarillentas flores, que
en muy poco tiempo se hacían grandes y redondas. Era entonces un
lujo ver que aquellas descarnadas
laderas, aquellos pedregosos páramos, aquellos interminables llanos estaban
ahora, en pleno verano, vestidos y
enjoyados, avivados de jugosos y chillones
colores, pintados de amarillos y verdes
entreverados como si la tierra se hubiera vestido de fiesta, como si
todos los días fueran domingo, como si alguien importante hubiera anunciado su
visita.
Y a lo lejos, aquellas manchas de girasoles
parecían ejércitos multicolores, batallones de soldados colocados en la llanura, unos detrás de
otros, fijos, inmóviles e impecablemente alineados, mirando hacia arriba, al
mediodía, hacia el brillante cielo azul, con sus caras grandes y redondas
coronadas de pétalos amarillos.
Y cuando el sol de la tarde iba buscando su
camino, y allá a lo lejos, en los terrenos de poniente, se perdía, millones de
girasoles, todos a una, como si de una orden se tratara, giraban suavemente sus cabezas, y cegados de rojo resplandor, contemplaban a
su sol partir
Y necesitados de mas luz, y mas calor, lo perseguían con sus caras redondas sin cesar, y lo
acompañaban por donde quisiera que él fuera, fascinados por la amarillenta energía que les nutría de vida .
Y así, hasta que viejos y cansados, sin pétalos amarillos, arruinados,
esperaban cabizbajos y y resignados, entregar sus frutos , ya maduros, de tanta luz, de tanto sol.
Cuando los girasoles no estaban, el estío
parecía todavía más estío, más sofocante y el vientoo era más seco y ceñudo, y el color pajizo y agarbanzado de los
rastrojos, dominaba por doquier.
Pero Castilla es así y su belleza ha sido siempre la claridad de sus
azulados cielos, la violencia de sus soles, la armonía de sus colores, la
desnudez de sus campos, lo áspero y polvoriento de sus tierras, el esfuerzo y
el sudor de su trabajo...
A muchos nos gustaban los girasoles, aunque
fueran forasteros.
Estupendo desconocía este blog de José herrero vallejo un gran descubrimiento
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