viernes, 13 de mayo de 2016

Un rey herido de olvido


 UN REY HERIDO DE OLVIDO



Un día en que Sevilla vestía luminoso cielo azul, y engalanaba sus calles  con  otros azules de jacarandas y buganvillas en flor, un día apacible y sereno,  de temprana primavera, recalé en esta hermosa ciudad,  desde las austeras y polvorientas tierras de la llanura castellana.
 El sol alumbraba poderoso en lo alto, la ciudad resplandecía a su antojo, y todo eran destellos de plata y oro, que zarandeados por la brisa ribereña del legendario Guadalquivir, inundaban el ambiente de parpadeantes  irisaciones  rojas.
El caluroso ambiente callejero, perfumado con aromas de jazmines y madreselvas, con blanco azahar primaveral, enardecía los ánimos forasteros más sosegados, y  fui presa fácil del dulce embrujo sevillano, ese que deslumbra, fascina y embelesa a las gentes de Castilla, cuando llegan por vez primera a tan agraciada tierra.
 A pesar de tan ilusionante recibimiento, mi voluntad me empujaba, sin consideración alguna, hacia el lugar donde yo quería ir, hacia el mismísimo corazón de la Catedral gótica más grande del mundo, la joya cristiana de Andalucía.


Sepulcro del rey situado en la Capilla de los Reyes.
 Allí mismo estaba aquel Rey que yo buscaba, y, que, hace ya muchos siglos, al llegar por primera vez a Sevilla, quedó tan prendado, tan hechizado de estos cálidos y luminosos aires, tan encantado de florida y blanda tierra, que luchó con todo su ahínco por ella hasta hacerla suya y convencido, se quedó aquí para siempre.
En aquel majestuoso santuario, debajo de aquella gran cúpula, enfrente del ábside ocupado por nichos, y  reales esculturas, admiraba  cuanto veía. A los pies de la  Virgen de los Reyes, que preside  tan regia estancia, una urna de plata, labrada hasta lo imposible, recoge los restos de este Rey de Castilla y León, campeador y místico, santo y guerrero, patrón de un pueblo, de una Sevilla agradecida.

Epitafio en el sepulcro del rey en castellano, latín , hebreo y
árabe, atribuido a su hijo Alfonso X.
      Embelesado, transcurría alli senado el tiempo,  y recuerdo que intentaba leer en la distancia, su epitafio:  "Aquí yace el Rey, muy honrado Don Fernando, señor de Castilla y de Toledo, de León, de..." Oí que me hablaban, cerraban ya el templo, me invitaban a salir y comprendí que, en desbordante fantasía, en inquieta visión, en un dormitar y soñar prolongado... “había cabalgado jornadas interminables por la polvorienta y reseca meseta castellana, acompañado de miles de jinetes en  cerradas filas,  monturas enjaezadas  con arneses de guerra,  escuderos de a pie con lanza y espada, arqueros y ballesteros, carromatos, caras de famosos caballeros  de Castilla y León con pendones y estandartes. Caminábamos ligeros y a medida que avanzábamos al sur, se unían más cuerpos de ejército y tantos, que no cabíamos en los caminos e íbamos campo a través. Había luchado a muerte durante días enteros y muchos hombres de los que salieron conmigo de la estepa castellana, de las tierras de León, yacían en los campos muertos y yo, ensangrentado, aclamaba a mi Rey victorioso, como hacían también muchos miles de roncas gargantas, ¡Sevilla era cristiana!... “
  Ya de regreso, en tierras de Castilla, más tranquilo, pensaba que este Rey, que yo había  visitado, y que tan ricamente estaba agasajado en Sevilla, era un Rey nacido y criado en la Castilla medieval, un Rey que se había hecho grande en la ruda y polvorienta llanura y allí había aprendido el arte de la guerra, del esfuerzo y del sacrificio, allí se había hecho hombre cabal.
 Es el mismo Rey que ganó mil batallas, el que obligó a los moros a transportar a hombros las campanas de la catedral de Santiago desde la ciudad de Córdoba, el que  conquistó Jaén, Murcia, tantos sitios y lugares, el que la cristiandad lo hizo santo. Es el hijo de Alfonso IX Rey de León y de Doña Berenguela Reina de Castilla, es el Rey que unió estos dos reinos, el que hermanó para siempre a castellanos y leoneses, el que luchó sin cuartel hasta conseguir que estas tierras fueran una sola tierra, una sola idea.

 Pero aquí, en su patria, no hay nada que lo recuerde. El dicho de que nadie es profeta en su tierra, está en estos páramos más arraigado que en otros lugares, pues en la parda llanura, todo se olvida, porque nada impresiona, como si las gentes no tuvieran corazón.
Fernando Rey representado empuñando su
espada "Lobera", que se conserva como reliquia
en una urna junto a sus restos en la capilla
Virgen de los Reyes en la Catedral de
Sevilla, a la que la traidición atribuye poderes
mágicos, y el orbe en la otra mano en vez del
tradicional cetro.
En campos tan rudos y secos, tan reacios para el halago, y donde  el vivir es un esfuerzo, se comprende que no haya espacio para vanidades y agradecimientos. Esto no es de hoy, ya en los tiempos en que hablamos, no había tregua ni cuartel para debilidades, ni disculpas para descuidos, ni lisonjas para mártires, simplemente se decía  “Castiella face a los ommes e los gasta” ... sin más contemplaciones.
Pero cuando los tiempos y los planteamientos nacionales son otros, y es necesario poner día de fiesta a la flamante Comunidad Autónoma de Castilla y León, nadie se acuerda de este Rey, nadie de la ciudad de Valladolid, nadie de León, nadie  de Autillo de Campos. Le niegan a este Rey el derecho de liderar lo que él hizo, lo que fue suyo, y ahora se lo usurpan unos patriotas castellanos, comuneros leales al antiguo régimen, que se sublevan contra el poder imperial establecido por  un joven y moderno Emperador que viene de países cultos y ricos de Europa, heredero del Imperio Romano Germánico: Carlos I de España y V de Alemania.
Enojados, miramos al sur y buscamos refugio  en la acogedora Sevilla, en donde todavía hoy, hombres de Tierra de Campos, hombres de las tierras de Fernando III el Santo, entregan también su vida desempeñando altos cargos eclesiásticos y  cuidando de este Rey castellano, de este Rey leonés, que olvidado por su pueblo, encontró aquí una ciudad, unas gentes, que agradecidas, lo hicieron  para siempre sevillano de adopción.
                                                     
                            
                                                                                       José Herrero Vallejo

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