LA MUJER PALENTINA Y LA BANDA DORADA
DE JUAN I DE CASTILLA
A las mujeres palentinas
Estaban todavía las tierras castellanas impregnadas de dolor y odio, cuando un sonoro tañido de
campanas, doblando a muerto,
extendía su lúgubre sonido por
villas y ciudades, paralizando la
vida de aquellas gentes. Anunciaban, en la lejana mañana de un 29 de mayo de
1.379, que el Rey de Castilla y León, Nuestro Señor, había
entregado el alma a Dios, un alma regia,
de 46 años de edad,llena de guerras,
rebeldías, crueldades, traiciones, engaños, triunfos, derrotas y hasta de un
fratricidio.
Era
muerto el Rey Enrique II de Trastámara, un infante bastardo, que había
arrebatado diez años antes el trono de Castilla a su hermanastro, Pedro I llamado
Cruel, quitándole la vida en una pelea cuerpo a cuerpo, en los campos de Utiel.
Sus partidarios, los trastamaristas, decían que era venganza necesaria pues el
Cruel había asesinado a muchas de sus gentes, a hermanos y hasta a la favorita de su padre, el rey Alfonso el Onceno, doña
Leonor de Guzmán. en las tierras de Talavera, que desde entonces llevan su
nombre. Sus contrarios, los petristas, con las hijas del rey depuesto al frente, y la misma corte inglesa, le exigían el trono arrebatado; y él, el Rey, para contentar a unos y a otros. repartió
prebendas y cuanto pudo entre sus súbditos, y por ello le llamaron Enrique el de las Mercedes.
Este
trono de origen tan torcido, y que tantos quebraderos de cabeza daría al
poseedor de tal corona, lo heredó su hijo primogénito, Juan I de Castilla, uno de los protagonistas de
esta historia palentina. Era este rey un joven de 21 años, frágil, pálido, de
barba cerrada del que se dijo que ya en su juventud se hallaba profundamente enamorado de Leonor,
y que se casaría con ella porque así estaba grabado en su corazón. Así fue y
meses más tarde de haber sido proclamado rey,
doña Leonor, hija del rey de Aragón, Pedro IV el Ceremonioso, trajo al
mundo su primer hijo, al que llamó Enrique, como su abuelo, otro
protagonista de la historia que pretendemos contar.
Se
eligió para su coronación una fecha precisa, la del 25 de Julio del mismo año
de la muerte de su padre, porque es la fiesta del Señor Santiago y en el
Monasterio de las Huelgas de Burgos, en
una ceremonia de gran solemnidad litúrgica, con la presencia de los nobles y
grandes eclesiásticos,Castilla tuvo nuevo Rey. Dicen las crónicas que fue el
mismo apóstol Santiago, representado en una pequeña estatuilla de madera, el
que le armó caballero propinándole un “golpe”
con su brazo derecho articulado, que portando una espada, accionó el
propio rey mediante un cordel.
Quiso
Juan corresponder a tal dignidad regia ejerciendo como un verdadero rey
cristiano. Decidió ser fiel a Dios, actuar y vivir según sus austeras maneras
de entender las cosas, pues había nacido
y criado en el destierro, sabía bien lo que era vivir de esperanzas y había
pasado por toda clase de infortunios. Se acabaron para la Corona de Castilla
los hijos bastardos, las aventuras amorosas que tantas miserias habían traído a
estas tierras, quiso cumplir con un
deber regio, a veces pesado deber, como el mismo diría años más tarde,acuciado por tantos desafíos y desgracias. De
este rey, joven y generoso, educado en la austeridad, podía esperarse de él un
reinado largo y afortunado, pero el destino no lo quiso así.
Su
ilusión, su ánimo de reinar con acierto, se encontró de lleno, al principio de
su reinado, con el recién creado Cisma de Occidente, que en tal difícil y
triste situación colocó a la Iglesia de Roma. La cabeza de la Iglesia se había
hecho bicéfala y unos estaban a favor del papa de Roma Urbano VI, del que
parece ser estaba de su parte la legalidad y otros del disidente Clemente VII,
afincado en Avignon. La estrecha alianza con Francia, partidaria de este
último, las opiniones de obispos, abades, eclesiásticos de nota, del arzobispo
de Toledo Don Pedro Tenorio, del cardenal Don Pedro de Luna y en general la
conveniencia del rey de tener un papa que en cierta forma debiese su poder a su
ayuda, hizo que Castilla se hiciera clementista. Quizás el tiempo le pasaría
factura por esta decisión, por pretender que la Iglesia estuviera a su lado,
obediente a su poder, haciendo caso omiso a la legalidad.
Heredó
de su padre la amistad y alianza con Francia, dogma de los reyes de esta
dinastía y además un problema dinástico muy grave, demasiado grave,tan grave como las aspiraciones a la corona castellana de
Constanza, hija de Pedro I el Cruel,
casada con el inglés Juan de Gante, duque de Lancaster, tío del rey Ricardo II
de Inglaterra, al quién ya en la corte
inglesa le consideraban como único y verdadero
rey de Castilla y León.
Constantes
fueron durante estos primeros años de reinado los acosos bélicos de ingleses y
enemigos portugueses a las tierras castellanas y leonesas, guerras de frontera,
pero a pesar de sus constantes y repetidas embestidas, supo este rey defenderse
y crear desconcierto entre unos y otros y de esta forma, afianzar su prestigio
político y guerrero entre sus súbditos, aunque las arcas reales se resentían y
mermaban. Es posible que los acontecimientos que dieron origen a esta historia
de la banda que hoy nos entretiene, sucediera en estas épocas, bien en el año
1.380, o quizás en 1.381-82, e incluso más tarde en 1.387, las noticias de los historiadores son confusas, pero cierto
es que este rey distinguió el valor y arrojo de la mujer palentina con la
concesión de una banda para colocar
sobre su vestido.
Siguiendo
el ritmo de la historia, sucedió que la reina Leonor, esposa de nuestro rey,
murió en 1.382 en el alumbramiento de una hija que tampoco le sobrevivió y Juan,
el Rey, se encontró, a la edad de veinticuatro años, viudo y con dos hijos de
corta edad: uno, el primogénito Enrique que ya le hemos nombrado, el segundo el
infante don Fernando que hablaremos de él, si este escrito no se alarga
demasiado.
A
pesar de su preocupación juvenil por acertar en el mando del reino, aconsejado
por unos y otros se decidió, por razones políticas, la necesidad de un nuevo matrimonio y la propia
ambición del joven rey castellano, le llevó a elegir a la heredera del trono de
Portugal, Beatriz, de 10 años de edad, la única hija del Rey Fernando I, un rey
moribundo carcomido de tuberculosis. Y
así fue como en una mañana del 14 de mayo 1.383, en la catedral de Badajoz, con
gran solemnidad de lujo y belleza, tuvo lugar la boda real, aunque algunos ya
podían vislumbrar, mas allá de las fiestas, las nuevas desgracias que
acechaban.
Pocos
meses más tarde murió el rey de Portugal, Fernando y nuestro rey Juan quiso
valer sus derechos sobre este territorio, pero se encontró con la oposición de las gentes
portuguesas que no querían a Castilla y la consigna “muerte a los
castellanos”se extendió por las tierras
hermanas. El maestre de Avis encabezó la
revuelta, y despertó el sentimiento nacional portugués que había prendido
profundamente en la gente del pueblo y que impulsaba a la resistencia. El
clamor popular llevo a este personaje a
ser aclamado rey y dirigir el enfrentamiento contra los ambiciosos castellanos
leoneses.
¿Renunciar a Portugal? En modo alguno, dijo Juan y con coraje y deseo imperioso, ordenó la invasión del ansiado
territorio portugués, desencadenándose
entre ambos bandos una guerra guerreada por un potente ejército castellano que pretende arrollar a
un ejército anglo portugués que acude a la táctica de la tierra quemada, a la
interrupción de vías de comunicación, a las dificultades de avituallamiento, a la toma de posiciones,estrategias, todas ellas, de la inteligencia
anglosajona.
Y
así, el todo del ejército castellano, en un aciago día 14 de agosto de 1.385, dirigió sus malos
pasos, en perfecta formación, hacia
lugares no elegidos, hacia campos con ventaja cuidadosamente preparados por el
enemigo.Todavía hoy se recuerda la derrota de la batalla de Aljubarrota, donde
el orgullo castellano mordió tierra, donde estandartes y pendones victoriosos
en tantas batallas fueron derribados y presos, donde condestables y mariscales
de campo, descabalgados, fueron pasados a cuchillo por peones y cuchilleros,
donde cientos de pechos castellanos fueron flechados por los arqueros ingleses,
donde la pesada caballería castellana no pudo revolverse en aquellos terrenos donde tantas cosas
sucedieron y donde el rey salvó la vida tomando prestado el caballo de su
mayordomo que murió en la batalla, cumpliendo así el alto deber de fidelidad al
dar la vida por su señor.
La
noticia de tan abultada derrota, llegó pronto a tierras inglesas, donde Juan de
Gante, duque de Lancaster, había
contraído matrimonio, años antes, en segundas nupcias, con Constanza,
hija del denostado rey de Castilla Pedro I y a quién le había sido reconocida
su legitimidad a pesar de ser hija de María de Padilla, amante del rey
Cruel. Muchos habían sido con
anterioridad los intentos fallidos del duque inglés por apoderarse de la corona
castellana, pero ahora parecía que esta gran derrota favorecería tal ambición.
Los preparativos fueron cuidadosamente organizados, y el mismo duque se hizo
llamar Juan I en castellano, imitó hasta en el vestido a su homónimo rival. Su
sobrino, el rey inglés Ricardo II, le regaló una corona de oro para que pudiera
utilizarla en la ceremonia de su coronación castellana y el papa de Roma,
Urbano VI, firmó una bula en la que daba al duque el título de único legítimo
rey de Castilla. Mas de noventa buques de distinto calado recibieron la orden
de concentrarse en el puerto de Plymouth con destino a la península, se predicó
una cruzada llamando a la guerra a caballeros y soldados, y la corona inglesa invirtió 200.000 doblas en
esta empresa con la condición de una vez
conseguidos los objetivos, fueran devueltas a las arcas reales.
Alarma
y pánico produjeron en Castilla las noticias llegadas de ultramar, y en
situación tan comprometida, se suplicó al rey que abandonara la melancolía y los
vestidos de luto que venía usando desde la derrota de Aljubarrota. Hubo llamada
a Cortes, y se ordenó a todo el mundo que se preparase para la lucha pues ahora
no se trataba de conquistas, sino de defender la propia tierra. Todos, hasta los
más pobres debían de aportar un arma, los mas ricos caballo, espada o lanza y
sobre todo, se necesitaba dinero.
Los
ingleses desembarcaron en La Coruña el 25 de julio de 1.386, y el duque rey y su mujer Constanza, se
dirigieron a Santiago para hacer solemne entrada en la catedral y hacer constar
sus derechos frente al Apóstol. El cuartel general invasor se estableció en
Orense y desde allí se dirigían las operaciones militares, y aunque el reino en
tierras gallegas no ofrecía resistencia, tampoco adhesión, y cuando los ingleses
se retiraban de villas y pueblos tomados, sus habitantes volvían de nuevo a la
obediencia de su rey. Los castellanos se habían preparado para una guerra
defensiva, lenta y de desgaste, fortaleciendo las guarniciones que daban paso a la meseta. La peste, la
resistencia castellana, la falta de víveres, el desconcierto y bajo interés de
las tropas mercedarias inglesas, hizo
pensar por vez primera al duque que sus perspectivas de victoria no eran
seguras. Pero a pesar de ello, y con mas énfasis si cabe, avanzaba con su
ejército y arremetía contra las líneas defensivas situadas ya en Tierra de
Campos, con peligro de la residencia real situada en Valladolid. Juan I, ya de
ánimo más crecido, sacando fuerzas de flaqueza, concentraba tropas y concedía el estado de hidalgo a
todos los ciudadanos que acudiesen a la batalla armados a su propia costa y así, muchos hombres de la comarca de Campos, se dirigieron al encuentro del enemigo
que rechazado en la villa Valencia de Don Juan, había llegado a la pequeña
Valderas. Y allí comprobó el duque que su causa era perdida, pues el enemigo
escapaba a los golpes y destruía las patrullas enemigas, y antes preferían
perderse todos que someterse a quién no era sino un príncipe extranjero.
Y
cuando la historia se hace leyenda, y la misma leyenda quiere ser historia, se
dice que el duque, en una retirada todavía no meditada, emprendió una operación
de castigo y llegó a la ciudad de Palencia, vacía de hombres de guerra,
pretendiendo subyugarla, encontrándose de nuevo con el mismo ardor castellano
que conocía, pero en este caso era un ardor
que descansaba en la valentía de sus mujeres. Historia y leyenda dicen
que la tropa voluntaria existente, mujeres al mando de niños y ancianos increpaban
a los ingleses desde la muralla y les
hacían ver su animosidad, amedrentándolos, desafiándoles a la lucha. Tanto
ánimo y arrojo disuadió a los experimentados y castigados ingleses, que
desposeídos de toda esperanza de victoria, emprendieron una definitiva retirada
hacia tierras amigas portuguesas, donde fueron acogidos.
Vuelve
la leyenda a injerirse en la historia y dejándose querer, dice que Juan I,
enterado e impresionado por esta hazaña,
que tal vuelco bélico dio a la
campaña, quiso premiar esta valentía y arrojo de la mujer palentina
concediéndole la distinción y el honor de vestir para siempre, sobre sus ropas
de gala, la banda dorada, que cruzará su pecho desde el hombro izquierdo hasta
debajo del brazo derecho, al igual que lo hacen los caballeros de la Orden de
la Banda, fundada por su abuelo el rey Alfonso XI y cuyo Alférez Mayor de esta
Orden fue, en esta época que tratamos, el Canciller y famoso cronista Pero
López de Ayala, víctima también de la
derrota de Aljubarrota, pues cayó prisionero y permaneció varios meses encerrado
en una jaula.
Desde
entonces, y más en estos últimos años, es un orgullo ver en días de fiesta
grande por nuestras plazas y calles
palentinas a las mujeres engalanadas con sus trajes típicos, y lucir en el pecho
esta banda dorada que nos recuerda hechos, que aunque pertenecen a la oscuridad
de los tiempos, forman parte de nuestra historia, esa historia que los pueblos,
lejos de olvidar, deben de mantener siempre presente, como verdaderas señas de identidad.
La
Casa Regional de Palencia en Madrid, que en este año 2004 cumple 100 años de
existencia, ha dedicado siempre gran atención a este hecho histórico y en
varias ocasiones ha celebrado actos de imposición de la Banda Dorada a las mujeres palentinas
distinguidas por su dedicación y atención a la causa de nuestra capital y
provincia.
Con gran solemnidad, en un acto dirigido por
D.ª M.ª Teresa Ruiz de la Parte, en la Sala de Mujeres Heroínas del Museo del
Ejército de Madrid, al lado de una mesa, en cuyo tablero tiene grabado un
texto que recuerda y conmemora este hecho, la Casa de Palencia impuso esta
distinción en el año 2.002 a las mujeres palentinas que aparecen en la
fotografía.
Tablero de mesa en mármol con inscripciones referidas en el texto. Permaneció durante años expuesta en la Sala de Heroínas en el Museo del Ejército. Madrid.
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A pesar de tener sensación de haber rebasado los límites de espacio asignados para la exposición de esta historia, no tenemos más remedio que continuar, pues todavía quedan relatos de los sucesos medievales que tuvieron lugar en Palencia y que son en este tiempo actualidad.
El
rey y el duque, cansados de guerrear, desgastados en la lucha de querer uno lo
que era del otro y el otro de defender lo suyo, mantenían negociaciones
secretas y al final encontraron en sus
hijos la solución a los graves problemas que les enfrentaban, acariciando en
sus jóvenes cuerpos la paz tan deseada y acallando de este modo el temido rumor
de las armas.
Mediante
el tratado de Bayona, acordado entre
ambas partes, los ingleses renunciaban a los derechos de la corona, reconocían
a Juan I como el verdadero monarca de Castilla y León y recibirían como
compensación económica a los gastos realizados en la campaña fallida, cifras verdaderamente exageradas, como nunca
antes se manejaran en negociación diplomática alguna, pagos e indemnizaciones
en oro y plata, que llenaron de impuestos y empobrecieron los campos
castellanos.
Pero
la exigencia del tratado, la primera condición establecida, fue que Enrique y
Catalina contrajeran matrimonio y fueran además reconocidos y jurados por las
Cortes como únicos sucesores en el trono de Castilla. La sangre de Pedro I
volvería a reinar, para descanso de petristas
y alivio de la dinastía de los Trastamara, que conocían bien la
irregularidad de sus orígenes.
Don Enrique, primogénito de Juan I, era sólo
infante y de acuerdo con una costumbre
establecida ya en otras naciones, se aprobó en las Cortes celebradas en
Palencia en estas fechas, por vez primera en Castilla, la asignación del título
de príncipe para el heredero de la corona a partir del momento en que
fuese considerado como tal. Se eligieron los dominios jurisdiccionales que
engloban las tierras asturianas, sus posesiones y sus rentas con el título de
Principado, como privativo para el heredero de la corona en el momento de tomar
posesión de la heredad. Y fueron las tierras asturianas y no otras las
elegidas, porque ellas tuvieron mucha importancia en el nacimiento de la
dinastía Tratámara, fueron propiedad de la corona y ahora estaban en peligro de ser separadas por la
traición de Alonso,conde de Oviedo, señor de Noreña y Paredes de Nava, hermano bastardo de Enrique rey, que hacía pactos con portugueses
e ingleses.
En vísperas de su matrimonio, se entregó al
infante Enrique el título y posesión del Principado de Asturias y un día
próximo al pasado 17 de Septiembre de 1.388, Enrique, un niño endeble de 10 años
de edad, que la historia le llamó el Doliente, entró en la catedral de Palencia
por una puerta que desde entonces se llama de los Novios, acompañado de su
novia Catalina de maneras ”mucho fea, que todo pereciere home como mujer”, para
salir de ella unidos como marido y mujer, Príncipes de Asturias, herederos de
la Corona de Castilla y León.
Nadie
sospechaba entonces, la desgracia que
sucedería dos años más tarde, pero
dejemos a los cronistas de la época que continúen con el relato… "procedentes del África lejana, llegaron a
la ciudad de Alcalá cincuenta jinetes en cincuenta briosos corceles blancos,
caballeros de profesión cristiana que se decían descendientes de godos y a los
que llamaban Farfanes. Ejercitados a la manera de la milicia africana,
dominaban la destreza de volver y revolver los caballos con toda ligereza, en
saltar con ellos, en correrlos, en apearse y jugar de las lanzas y todo el
espectáculo a sueldo del rey de Marruecos. Próximo a aquel lugar, quiso el rey
Nuestro Señor Juan de Castilla, un domingo 9 de octubre de 1.390, después de
misa, ver lo que hacían tales caballeros y salió al campo acompañado de sus
Grandes y Cortesanos, en caballo muy hermoso y lozano. Antojósele de correr
una carrera, arrimóle las espuelas, corrió por campos recién arados, tropezó el
caballo en los surcos desiguales y cayó al suelo, con tanta furia, que quebrantó
al Rey, que no era ni muy recio ni muy sano, de guisa que a la hora rindió el
alma: caso lastimoso y desastre no pensado".
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