viernes, 20 de mayo de 2016

El Cierzo del Estio


     EL CIERZO DEL ESTIO
                                                                     a  Mercedes Infante Castellanos

Quiero aprovechar tu amistad paredeña para saldar una deuda con un viejo vecino de tu pueblo palentino, de Paredes de Nava, y quejarme de su desconsiderado comportamiento con paredeños, amigos, forasteros y cuantas gentes llegan hasta aquí. Lleva años, siglos, afincado en el municipio, pero no te molestes en buscarlo, porque nunca figuró en el padrón, ni paga impuestos, ni nunca le hicimos un homenaje como a los geniales artistas del pueblo, incluso ya estaba aquí con los vacceos en nuestra Intercatia y quizás onduló también la melena de Jorge Manrique cuando se paseaba por estos páramos castellanos; pero, sin embargo, tantos años juntos y, en realidad, para conocerlo, hay que salir a la calle, al campo, pues allí tiene su domicilio, nunca se ausenta, casi siempre está presente, unas veces se muestra agradable, otras muy antipático y nos golpea en la cara, pero a pesar de todo, quiero decirte que él es nuestro, nos pertenece, y por ello también nos hemos permitido asignarle un "mote", como a todos, le llaman El CIERZO,. Así lo veo, así lo he visto y así quiero contarte cómo es este vecino nuestro, EL CIERZO.


EL CIERZO DEL ESTIO

 Y aquí, en esta meseta palentina, en nuestro pueblo, en la monotonía de este gran descampado, el aire se cansa  de ser tanto tiempo aire, y en el verano, cuando los días van queriendo ser noches y el cielo azul se tiñe de rojo atardecer, es cuando este aire denso, espeso y seco, quemado de tanto sol, quiere hacerse viento.
Y entonces, recalentado y sudoroso, ennegrecido a veces de oscuridad, aligerado de influjos solares y empujado por ansias de libertad, se desliza sin esfuerzo a todo lo largo y ancho de la desamparada llanura, campeando indiferente a parajes y linderos, a cañadas y veredas, a sembrados y calveros.
Y al principio lo hace muy despacio, suavemente, como si fuera brisa y ya más tarde, seguro de sí mismo, corre y corre cada vez con más fuerza, a veces con locura y lleva por delante lo que encuentra en estos campos de altozanos y llanuras.
 Y en las tardes de verano se le ve cabalgando con recuerdos de cosechas ya pasadas, mezclado con arenas de caminos, con deshechos de rastrojos y baldíos. Aquel tumulto arremolinado y polvoriento de sobrado poderío, con jirones de calores y de fríos, limpia pulcramente el terroso pavimento de los campos labrantíos.
Y con estas ventoleras estivales desfilan también los cardos de los caminos, cardos corredores que agazapados en la tierra, esperan la fuerza motriz que les dé la vida y buscando ilusionados su destino, corren sin rumbo por campos y caminos y todos al final llegan donde quiera llevarlos este viento aventurero y campesino.
Y los secos esqueletos de las plantas mesetarias, que ahijaron en invierno y en primavera florecieron, notan al anochecer que los acosan y los mueven, sienten que les roban sus semillas y el ladrón es el propio viento que, entre pliegues ventosos, las lleva  y  abandona allá, donde  comienzan los confines, donde las tierras ya terminan.
 Y siempre es áspero y sediento  y veces,  con las mieses de  los campos  tambiéh muy solícito y atento, sobre todo cuando ya  gruesas y pesadas, las espigas se encuentran de  mucho sol acaloradas.,  y   al atardecer, ellas sienten el fresco sabor de este viento que las mece y en alegre movimiento, en baile improvisado, con  murmullos musicales y forzados contoneos, agradecen.
 Y aunque no tenga quehaceres, siempre está presente, dicen de él que su gusto es tallar y moldear  esta tierra y que incluso, con su impetuoso soplo, quiere hacerla del todo plana, de desnuda y descubierta superficie, para deslizarse fácilmente, para así correr mejor. 
 Y este viento del  norte, frío y seco, inoportuno y descarado, ególatra y tenaz  y a veces violento, que en estas tierras nosotros  llamamos cierzo, pertenece, como los campos terrosos, como los cielos azules, como los páramos solitarios ,al paisaje de esta tierra castellana y aunque no tiene color ni rostro que enseñar, con el crudo sabor de su vigoroso aliento impregna,  tiñe, esculpe y forja a los hijos de estos pueblos castellanos.


José Herrero Vallejo

 

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