LOS PASTORES ESTÁN DE FIESTA
De
ellos, de los pastores, se cuentan pocas cosas. Sus venturas y padeceres,
apenas a las gentes interesan. Callados y solitarios, hacen suyos sus
problemas, amantes de libertad, viven acompañados de
cielos azules, de pardas llanuras, de vientos y de lluvias, de rastrojos
y barbechos, de pastos, de parideras, de noches de cielo raso a la luz de las
estrellas, de ilusiones, de ganas de vivir... así sienten la vida.
Fieles a la tradición, conservan sus
costumbres como pueden, pero entre todas ellas hay una que permanece arraigada
en sus corazones, inalterable en el paso de los siglos, deseada por todos,
esperada con ansiedad. Pero ahora, en estas tierras de Campos, faltan muchos
pastores, dicen que cada día son menos, muchos menos de los que fueron, de los que antes eran.
Y debe de ser verdad, solo hay que acudir un día
en el que todos están juntos, un único
día al año, el día de la Virgen del Carmen, su patrona, para
ver que la pequeña ermita a todos
les da cabida, incluso hay sitio para más. Es día solemne, día de Misa
Mayor y aquí también siguen siendo ellos, los de siempre, y lo hacen como
siempre lo han hecho. El Mayordomo de la Cofradía y sus Cofrades ocupan de pié
un lugar preferente delante del altar. No hay asientos y el suelo es de vieja
baldosa roja castellana, de barro cocido como la misma tierra, desgastada allí
donde precisamente ellos ocupan sus sitios, sitios que otros fueron dejando en
el discurrir de años, de siglos.
Es día grande, día de fiesta mayor y sus
rostros viriles castellanos, curtidos de soles y vientos, relucen al afeitado
cuidadoso, repetido y apurado. Relucen también sus cuerpos con los trajes
nuevos de ayer, de cuando se casaron, que huelen a arca, a paño guardado entre tomillos y olores silvestres que ahuyentan las polillas. La camisa blanca
abotonada hasta arriba y así con devoción, con amor, con emoción cantan a su
patrona los mismos cánticos de siempre, con voz grave, sonora, entonada en un
aprendizaje que comenzó en la juventud. En la mano izquierda mantienen la gorra
negra destinada a la fiesta, que aunque
nueva, es también de entonces, y algunos
de ellos , los que este año cumplen de
cofrades, mantienen con la diestra la vara cofradera de madera y de plata
coronada y la sujetan firmemente con esas manos rudas, endurecidas,
agarrotadas, sudorosas y por que no decirlo, de emoción, hoy también
temblorosas.
Y
así, destocados y desprendidos de
morrales y bagajes, se muestran a la Virgen tal como son, hombres de cuerpo
menudo, enjuto y fibroso, con visos de poca
necesidad material, de pocos regalos corporales.
Y ellos, desde los días que se pierden en la
eternidad de los tiempos, dirigen sus
plegarias a esta Virgen de semblanza diminuta que se encuentra en
lugar preferente en el altar, alzada sobre un pilar, con rasgos suaves, de bella cara
femenina, adornado su cuerpo con encajes y sedosas puntillas blancas. Cuando
estos rostros de mil soles arrugados, dirigen al altar sus plegarias, parece que Ella les mira
e incluso asiente cuando le piden
que este año haya buena paridera, que haya buena otoñada, que la primavera
traiga lluvias, que los rebaños no enfermen, que... tantas cosas de las que
nosotros no entendemos, no sabemos, sólo Ella les comprende.
Y
cuando todo parece que termina, empieza la procesión. Sacan a la Virgen de su ermita y alrededor de ella la llevan en
andas portadas con paso lento, que
quiere ser solemne. El pendón de la Cofradía abre paso y cuelgan cintas que portan los zagales y el Mayordomo y los Cofrades,
con caras serias, de circunstancia, con sus capas pardas y vara cofradera
rodean a la Virgen y detrás de todos
ellos, tamboril, dulzainero y un tropel.
Y para festejar día tan señalado, agasajan a las gentes con almendras y avellanas tostadas, y se
reparten salazones, tiras de bacalao curado y bien salado que obliga a mucho
vino y mucho pan, con lo que calman las emociones de ese día, alivian las
necesidades corporales y alegran los corazones.
Y
bien pasado el mediodía, hay comida de Hermandad y sobre esas mesas corridas de
rústica madera y sentados sobre bancos ya muy usados, aparecen humeantes
fuentes ovaladas de barro, fuentes repletas de cuartos de lechazo bien asado,
crujientes y dorados, elaborados en
hornos enrojecidos con leña de viejas encinas, hornos en donde también
hacen los panes, panes redondos y blanquecinos de masa trabajada hasta el
cansancio, que todavía calientes, exhiben los adornos y distintivos de cada
maestro panadero. Y otra cosa podía faltar, pero
no el vino, vino del año con burbujas, como la misma tónica
Schweeps, que aquí llaman de chispillas, con sabor a lagareta, al pez de
los pellejos en
donde el vino descansa
en las bodegas, sabor fuerte y
peculiar que gusta por estas tierras. Y
este vino ligero, de suave rojo tintado, va pasando desde las cántaras todavía
frescas de la bodega a las jarrillas de
cuartillo y a veces, de un solo trago, a estas sedientas gargantas.
Y cuando la mesa se va llenando de restos del asado,
de huesos ya bien limpios y orondos, se oyen las primeras conversaciones y los
útiles del condumio, las navajas, ya limpias y relucientes, las guardan de
nuevo en los bolsillos y se sacan las pastas y muy animados, se hace el
recuento de las ofrendas. Se cuentan hasta una docena de borregas las ofrecidas
hoy a la Virgen y todos saben que al año siguiente, cuando en junio se haga el
esquileo, las borregas elegidas, las mejores, las más finas, las escogidas entre todas del rebaño , serán marcadas, melada como ellos dicen, con la mela de la Virgen,
con la señal que la distingue de todas las demás. Y la entregan a su Dueña, y el Mayordomo las distribuye en los rebaños, y todos los pastores quieren
llevar borregas de la Virgen. Y avanzada la tarde, siguen hablando de ovejas,
de pastos, de... del hijo que no quiere ser zagal y de muchas otras cosas que
ellos solamente saben.
Mañana será otro día, y muy temprano, casi
entre dos luces, cargarán al hombro la manta de cuadros, el morral, la bota,
cogerán la inseparable cachaba, llamarán a los perros, abrirán la cancilla del
aprisco y entre un tropel de balidos
avanzarán, iluminados del resplandor de
la mañana, hacia la llanura de
siempre que les espera impaciente, todavía húmeda del roció de la noche. Y...
cuando de regreso, los rebaños atraviesen el pueblo para llegar a sus
tenadas, los niños y las gentes se
fijarán en ellos y los señalarán con el dedo cuando distingan una borrega de la
Virgen y el pastor, ufano, desfilará erguido al frente de su rebaño, con paso
recio y solemne, orgulloso y satisfecho de tales distinciones.
Pero
ellos se van..., se van yendo y la llanura cada día parece más triste y
solitaria.
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