jueves, 19 de mayo de 2016

Los pastores están de fiesta


LOS PASTORES ESTÁN DE FIESTA

De ellos, de los pastores, se cuentan pocas cosas. Sus venturas y padeceres, apenas a las gentes interesan. Callados y solitarios, hacen suyos sus problemas, amantes de libertad, viven acompañados  de  cielos azules, de pardas llanuras, de vientos y de lluvias, de rastrojos y barbechos, de pastos, de parideras, de noches de cielo raso a la luz de las estrellas, de ilusiones, de ganas de vivir... así sienten  la vida.
 Fieles a la tradición, conservan sus costumbres como pueden, pero entre todas ellas hay una que permanece arraigada en sus corazones, inalterable en el paso de los siglos, deseada por todos, esperada con ansiedad. Pero ahora, en estas tierras de Campos, faltan muchos pastores, dicen que cada día  son  menos, muchos menos de los  que fueron, de los que antes eran.
 Y debe de ser verdad, solo hay que acudir un día en el que todos  están juntos, un único día al año, el día de la Virgen del Carmen, su patrona,  para  ver que la pequeña ermita a todos  les da cabida, incluso hay sitio para más. Es día solemne, día de Misa Mayor y aquí también siguen siendo ellos, los de siempre, y lo hacen como siempre lo han hecho. El Mayordomo de la Cofradía y sus Cofrades ocupan de pié un lugar preferente delante del altar. No hay asientos y el suelo es de vieja baldosa roja castellana, de barro cocido como la misma tierra, desgastada allí donde precisamente ellos ocupan sus sitios, sitios que otros fueron dejando en el discurrir de años, de siglos.
 Es día grande, día de fiesta mayor y sus rostros viriles castellanos, curtidos de soles y vientos, relucen al afeitado cuidadoso, repetido y apurado. Relucen también sus cuerpos con los trajes nuevos de ayer, de cuando se casaron, que huelen a arca, a paño  guardado entre tomillos y  olores silvestres  que ahuyentan las polillas. La camisa blanca abotonada hasta arriba y así con devoción, con amor, con emoción cantan a su patrona los mismos cánticos de siempre, con voz grave, sonora, entonada en un aprendizaje que comenzó en la juventud. En la mano izquierda mantienen la gorra negra destinada a la fiesta,  que aunque nueva, es también de entonces,  y algunos de ellos , los que  este año cumplen de cofrades, mantienen con la diestra la vara cofradera de madera y de plata coronada y la sujetan firmemente con esas manos rudas, endurecidas, agarrotadas, sudorosas y por que no decirlo, de emoción, hoy también temblorosas.
Y así, destocados y desprendidos  de morrales y bagajes, se muestran a la Virgen tal como son, hombres de cuerpo menudo, enjuto y fibroso, con visos de poca  necesidad material, de pocos regalos corporales.
 Y ellos, desde los días que se pierden en la eternidad de los tiempos,  dirigen sus plegarias a esta Virgen de semblanza diminuta que se encuentra  en lugar preferente en el altar, alzada sobre un pilar, con rasgos suaves, de bella cara femenina, adornado su cuerpo con encajes y sedosas puntillas blancas. Cuando estos rostros de mil soles arrugados, dirigen al altar  sus plegarias, parece que Ella  les mira  e incluso asiente cuando le  piden que este año haya buena paridera, que haya buena otoñada, que la primavera traiga lluvias, que los rebaños no enfermen, que... tantas cosas de las que nosotros no entendemos, no sabemos, sólo Ella les comprende.
Y cuando todo parece que termina, empieza la procesión. Sacan a la Virgen  de su ermita y alrededor de ella la llevan en andas portadas con  paso lento, que quiere ser solemne. El pendón de la Cofradía abre paso y  cuelgan cintas  que portan los zagales y el Mayordomo y los Cofrades, con caras serias, de circunstancia, con sus capas pardas y vara cofradera rodean a la Virgen  y detrás de todos ellos, tamboril,  dulzainero y un tropel.
 Y para festejar día tan señalado,  agasajan a las gentes  con almendras y avellanas tostadas, y se reparten salazones, tiras de bacalao curado y bien salado que obliga a mucho vino y mucho pan, con lo que calman las emociones de ese día, alivian las necesidades corporales y alegran los corazones.
           
Y bien pasado el mediodía, hay comida de Hermandad y sobre esas mesas corridas de rústica madera y sentados sobre bancos ya muy usados, aparecen humeantes fuentes ovaladas de barro, fuentes repletas de cuartos de lechazo bien asado, crujientes y dorados, elaborados en  hornos enrojecidos con leña de viejas encinas, hornos en donde también hacen los panes, panes redondos y blanquecinos de masa trabajada hasta el cansancio, que todavía calientes, exhiben los adornos y distintivos de cada maestro panadero. Y otra cosa podía faltar, pero  no el vino, vino  del  año con burbujas, como la misma tónica Schweeps, que aquí llaman de chispillas, con sabor a lagareta, al pez de los  pellejos  en  donde  el vino  descansa  en las  bodegas, sabor fuerte y peculiar que gusta   por estas tierras. Y este vino ligero, de suave rojo tintado, va pasando desde las cántaras todavía frescas de la bodega  a las jarrillas de cuartillo y a veces, de un solo trago, a estas sedientas gargantas.
         Y cuando  la mesa se va llenando de restos del asado, de huesos ya bien limpios y orondos, se oyen las primeras conversaciones y los útiles del condumio, las navajas, ya limpias y relucientes, las guardan de nuevo en los bolsillos y se sacan las pastas y muy animados, se hace el recuento de las ofrendas. Se cuentan hasta una docena de borregas las ofrecidas hoy a la Virgen y todos saben que al año siguiente, cuando en junio se haga el esquileo, las borregas elegidas, las mejores, las más finas, las escogidas entre todas del rebaño , serán marcadas, melada como ellos dicen, con la mela de la Virgen, con la señal que la distingue de todas las demás. Y la entregan  a su Dueña, y el Mayordomo  las distribuye  en los rebaños, y todos los pastores quieren llevar borregas de la Virgen. Y avanzada la tarde, siguen hablando de ovejas, de pastos, de... del hijo que no quiere ser zagal y de muchas otras cosas que ellos solamente saben. 
 Mañana será otro día, y muy temprano, casi entre dos luces, cargarán al hombro la manta de cuadros, el morral, la bota, cogerán la inseparable cachaba, llamarán a los perros, abrirán la cancilla del aprisco y entre un tropel de balidos  avanzarán, iluminados del resplandor de  la mañana, hacia la llanura  de siempre que les espera impaciente, todavía húmeda del roció de la noche. Y... cuando de regreso, los rebaños atraviesen el pueblo para llegar a sus tenadas,  los niños y las gentes se fijarán en ellos y los señalarán con el dedo cuando distingan una borrega de la Virgen y el pastor, ufano, desfilará erguido al frente de su rebaño, con paso recio y solemne, orgulloso y satisfecho de tales distinciones.
Pero ellos se van..., se van yendo y la llanura cada día parece más triste y solitaria.

José Herrero Vallejo



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